Hace algunas semanas escribía, con cierta inquietud y a la vez esperanza, el impacto positivo que pueden tener los desastres atribuibles a las fuerzas de la naturaleza que vive una sociedad; suponía que la temporada de lluvias y las consecuencias en el municipio de Querétaro concluirían eventualmente semanas después. Tristemente me equivoqué y quizá debí haber compartido una serie alrededor de los aprendizajes que está dejando esta amiga experiencia.

Empecemos esta reflexión diciendo que hay momentos en que la naturaleza nos recuerda su fuerza. En que el viento, la lluvia o el fuego irrumpen sin pedir permiso, desnudando nuestras vulnerabilidades. En esos instantes, el discurso se desvanece y lo único que importa es la vida. Lo vemos cada temporada, cuando tormentas, deslaves o incendios golpean comunidades enteras; cuando las sirenas no son noticia, sino auxilio; y cuando la solidaridad deja de ser palabra y se convierte en acción.

Cada desastre natural expone dos caras de nuestro país: una institucional que responde —a veces con orden, a veces con carencias— y otra, mucho más poderosa, la de los ciudadanos y funcionarios que no esperan órdenes para tender la mano. Son los vecinos que abren sus puertas, los jóvenes que cargan costales, los médicos que improvisan consultorios, los bomberos que no preguntan de quién es la casa. Es la esencia de lo que somos cuando nos despojamos de la indiferencia.

Pero la solidaridad no debe ser sólo reacción, debe ser cultura. No puede depender del desastre para aparecer. Necesita programas públicos fuertes, sistemas de prevención, capacitación y recursos. Y, sobre todo, funcionarios que entiendan que servir es eso: ponerse al servicio. Que un uniforme no es un privilegio, sino una responsabilidad. Que cada peso invertido en protección civil, cada brigada equipada, cada simulacro realizado es una vida que quizá nunca sabremos que se salvó.

México ha demostrado, una y otra vez, que en medio de la tragedia surge su mejor rostro. Lo vimos en los sismos, en los huracanes, en los incendios forestales. Esa capacidad de organización espontánea, de empatía y resiliencia, debería inspirarnos para construir un país preparado, no sólo solidario. Porque la verdadera prevención empieza antes del desastre: en la educación, en la planeación urbana, en la conciencia ambiental, en la coordinación entre autoridades y sociedad.

Y es justo de eso que quiero hablar hoy #DesdeCabina: de nuestra responsabilidad compartida para actuar antes, durante y después. De entender que la solidaridad no se improvisa, se cultiva. Que cada gesto cuenta, que cada minuto puede significar una vida. Que cuando el agua arrasa o la tierra se estremece, lo que queda no son los discursos, sino los brazos que se extienden.

Los verdaderos héroes no siempre salen en la foto: están en las calles anegadas, en las cocinas comunitarias, en los centros de acopio improvisados. Son ciudadanos, soldados, rescatistas, voluntarios, médicos, funcionarios… Todos los que entienden que servir al otro es también salvarse a uno mismo. Esto es lo que surge cuando el agua nos une.

@Jorge_GVR

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