Iliana Padilla

Violencias lejanas, empatías cómodas

Paola y Brandon querían abrir una conversación informada, capaz de reconocer que la violencia no es un fenómeno aislado ni ajeno

Dos estudiantes sinaloenses llegaron a Querétaro a principios de este año. Vinieron de intercambio para continuar sus estudios universitarios. Al buscar noticias, advirtieron que en el resto del país casi nadie hablaba de lo que para ellos ha sido una tragedia. Pocos prestan atención a Sinaloa y a su conflicto más reciente.

En el foro organizado por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y la Licenciatura en Relaciones Internacionales de la UAQ la semana pasada, decidieron hacerlo público. Contaron lo que significa ser joven en medio de un conflicto armado. Hablaron de lo que han llamado la narcopandemia, de cómo se militarizó la ciudad, de cómo la vida cotidiana se suspendió entre toques de queda informales, miedo y desplazamiento. Un año después de que inició el conflicto, Sinaloa acumula más de dos mil asesinatos, tres mil personas desaparecidas y cientos de familias que han tenido que dejarlo todo. Las pérdidas no son sólo materiales: se extienden al cuerpo, a la confianza, al futuro.

Escucharlos fue incómodo. No por Paola y Brandon (así se llaman), sino por lo que revelaron. Mientras hablaban, el auditorio guardaba silencio. Había muchas preguntas. Una estudiante levantó la mano para decir lo que muchos pensaban: “¿Por qué sentimos que vivimos en una isla? ¿Por qué no nos interesamos por lo que pasa en otros estados?”.

En Querétaro, muchas personas viven con la idea de que la violencia ocurre “incómodamente cerca-lejos”. Que lo que pasa en Sinaloa, Guerrero, Chiapas o Tabasco ocurre en este país, pero en otra geografía moral. Las universidades pocas veces relacionan lo que enseñan con las realidades de las distintas regiones. Y nosotros, como ciudadanía universitaria, aprendimos a clasificar la tragedia: esta sí me interesa, esta no. En el fondo, nos conmueven más los acontecimientos no nacionales, los muy distantes, aquellos que no nos implican del todo, los que podemos observar sin que alteren nuestra comodidad. Preferimos una indignación que no demanda demasiado, la que se traduce en unas cuantas publicaciones en redes, la que sigue tendencias y nos permite sentirnos del lado correcto sin exponernos a cuestionamientos incómodos.

No es falta de empatía, es una forma de desconexión. La exposición constante a la violencia produce un entumecimiento de la conciencia. Los datos son tantos, las muertes tan reiteradas, que se vuelven ruido. Entonces dejamos de mirar. Optamos por elegir consignas, y mientras menos costos implique la solidaridad, más aceptable nos parece. En esa rutina, las y los jóvenes sinaloenses descubren la soledad de su relato: lo que allá es duelo, aquí es silencio. Y lo que para ellos es identidad (una forma de hablar, de vivir, de sobrevivir), a veces se percibe como estigma. Algunos interpretan esa indiferencia más allá del desinterés, porque parece una forma de rechazo hacia su idiosincrasia y cultura regional. Como si la violencia que enfrentan los definiera más que su historia, su música o su vida cotidiana.

Aquella tarde, en el auditorio, Paola y Brandon sólo buscaban ser escuchados. Querían abrir una conversación informada, capaz de reconocer que la violencia no es un fenómeno aislado ni ajeno, sino parte de un entramado nacional que atraviesa regiones y biografías. Su intervención fue un recordatorio de que la universidad es también un espacio para mirar lo que preferimos no ver. Comprender que el país no se divide entre zonas seguras y zonas perdidas implica asumir que la indiferencia es, en sí misma, una forma de distancia que perpetúa las desigualdades.

Académica de la UNAM

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