En muchas familias la universidad ocupa un lugar central en las aspiraciones. Madres y padres imaginamos ese momento en el que nuestras hijas e hijos cruzan por primera vez una facultad como una posibilidad concreta de ampliar su futuro. Esa expectativa sigue presente y tiene razones profundas. En sociedades atravesadas por la desigualdad la educación superior pública continúa siendo uno de los espacios que abren oportunidades que fuera de ella suelen permanecer cerradas.

Esa centralidad convive hoy con una crisis estructural que atraviesa a muchas universidades en nuestro país y también en el mundo. Este fenómeno es visible a través de recortes presupuestales, tensiones de gobernanza y disputas en torno a la autonomía académica. En Reino Unido y España, los ajustes financieros están reduciendo la oferta académica y deteriorando la infraestructura. En Estados Unidos, el financiamiento gubernamental opera como un mecanismo de presión política y de control de contenidos. En América Latina, las universidades públicas funcionan bajo una precarización presupuestal persistente y procesos anuales de negociación para sostener su operación.

Esta crisis también se manifiesta en nuestro país a través de la matrícula y de la movilidad social. El acceso a la educación superior continúa siendo limitado: menos de la mitad de las personas jóvenes entre 18 y 24 años cursan estudios universitarios, una proporción baja frente a otros países de la región. Este escenario se articula con un dato de fondo sobre movilidad educativa. Tras avances importantes en décadas anteriores, la posibilidad de que las nuevas generaciones alcancen un nivel educativo igual o superior al de sus madres y padres se estancó e incluso retrocedió para cohortes recientes, con desigualdades regionales persistentes (ver Educational and Income Mobility in Mexico: Early Gains, Recent Setbacks, Centro de Estudios Espinosa Yglesias, 2025).

La pregunta central es de carácter impostergable: qué tipo de universidad resulta viable y pertinente en un contexto marcado por presión fiscal, disputa política, aceleración tecnológica, transformaciones profundas en los sistemas productivos y en los mercados laborales, mayores exigencias de integridad y demandas persistentes de igualdad y de vida libre de violencias. A ello se suma una pregunta igual de relevante: cómo la defendemos.

Las reformas que hoy se discuten en distintas universidades públicas del país parten de este diagnóstico. Ponen sobre la mesa cómo hacerlas más viables, con ofertas educativas actualizadas y atractivas, entornos seguros y una mayor conexión con los mercados laborales. Estas discusiones están directamente ligadas a los retos del país: un desarrollo económico desigual, empleos cada vez más inestables, brechas territoriales que no se cierran y la necesidad de construir capacidades tecnológicas propias.

Por eso, estas reformas no son un asunto interno ni exclusivo de las autoridades. Nos conciernen a todas las personas: a quienes estudian y enseñan en ellas, a las familias que siguen apostando por la educación y a una sociedad que necesita universidades fuertes para enfrentar sus propios desafíos.

Académica de la UNAM

Google News