Desde tiempos remotos hemos intentado comprender las causas de los actos de violencia extrema, especialmente aquellos que parecen escapar a toda lógica o propósito reconocible. Lo hacemos porque lo irracional desafía nuestra necesidad de sentido. El objetivo no es justificar el daño, sino hacerlo pensable. En ese esfuerzo por comprender, nos preguntamos qué puede llevar a un joven de 19 años, descrito por sus compañeros como tranquilo y reservado, a ejecutar un acto de violencia tan severo. Me refiero al estudiante que asesinó a un compañero e hirió a un trabajador en el CCH Sur en la Ciudad de México.

Ante hechos de esta naturaleza, suelen aparecer con rapidez explicaciones que buscan dar sentido inmediato a lo ocurrido. Al hacerlo, pasamos de analizar un caso concreto a repetir categorías que simplifican y generalizan. De manera recurrente, se culpa a las familias consideradas “disfuncionales”, a las redes sociales que “deforman valores”, al profesorado o a la llamada “sociedad moderna”. En ese desplazamiento, la complejidad se reduce a un conjunto de culpables previsibles. Desde esa mirada, surgen propuestas que confunden control con prevención: se habla de aplicar filtros psicológicos para limitar el ingreso de ciertos jóvenes a las escuelas o de endurecer al máximo las medidas de seguridad, como si reforzar los cercos bastara para contener lo que no alcanzamos a comprender.

Lo cierto es que el joven que cometió este acto aseguró tener un motivo, una idea que, según él, daba sentido a su violencia. No se trataba sólo de agredir, sino de comunicar algo. Wieviorka propone mirar la violencia desde ese ángulo: como una acción cargada de sentido, un lenguaje mediante el cual el sujeto intenta afirmarse o hacerse visible frente a un entorno que percibe como hostil. Ese gesto, tan inquietante, me llevó a preguntarme cómo se construyen estas narrativas. Por eso, como profesora y también como madre, decidí adentrarme en los foros “incel” —célibes involuntarios—. Quería entender, más allá de los juicios previos, qué hay detrás de esa rabia que algunos jóvenes transforman en discurso y, a veces, en violencia directa. Qué dicen, cómo se nombran, cómo elaboran sus frustraciones. Lo hice sin morbo y sin ánimo de juzgar, sino con el propósito de comprender. Porque si no entendemos cómo interpretan su malestar, difícilmente podremos cuestionar los discursos que lo alimentan.

Lo primero que descubrí fue que no necesariamente usan las redes sociales convencionales. Han creado sus propios entornos digitales: foros con una moderación mínima donde pueden compartir prácticamente lo que sea. En estos foros, quienes se autodenominan incel (casi todos hombres jóvenes heterosexuales) se presentan como personas que comparten una vivencia común: la dificultad de establecer vínculos afectivos o sexuales. En su narrativa, esa condición no es individual, sino social. Se explican a sí mismos como parte de un sistema que —según su interpretación— favorece a ciertos grupos de hombres y excluye a otros.

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