Llegué a Querétaro hace apenas seis años, casi siete. Como tantas personas, vine a esta ciudad por redes familiares y con la promesa de una calidad de vida que, tristemente, pocas ciudades en México pueden ofrecer hoy. Y es que Santiago atrae a trabajadores de la industria, comerciantes y profesionistas que buscan estabilidad. También llegan familias enteras que han dejado atrás ciudades cada vez más violentas o con servicios colapsados, convencidas de que aquí podrán empezar de nuevo. Algunas vienen con un plan claro; otras, solo con la esperanza en las maletas.

Lo veo con cada nueva generación de estudiantes. En la UNAM en Querétaro hay una presencia importante de jóvenes que han migrado desde otros estados. Llegan a la máxima casa de estudios, aprovechando que, a diferencia de Ciudad Universitaria, aquí hay menos saturación. Sus familias se sienten más cómodas: por la cercanía o por la idea de que aquí se vive con mayor seguridad. La diversidad de esta comunidad nos recuerda, día a día, que Querétaro se ha convertido en un crisol donde se entrelazan orígenes, historias y trayectorias. Y esa diversidad ha enriquecido la vida cotidiana: en la oferta laboral, en la comida, en las expresiones, en el habla y en la manera de habitar la ciudad.

Aunque esta diversidad – que es cada vez más evidente en muchos espacios laborales, educativos y recreativos - aparece en los discursos, hay sectores que la perciben como amenaza. Se ha dicho incluso que la llegada de personas foráneas está vinculada al aumento de la inseguridad. Estos prejuicios descansan en dos ideas equivocadas. La primera es una idea que desvaloriza los aportes que hacemos quienes migramos: como si la ciudad se transformara sola, sin las manos, los oficios, las prácticas y las voces que llegan cada día. La segunda, que interpreta el crecimiento de la vida urbana como la raíz de todos los males. Desde esa mirada, se añora una ciudad pequeña, sin cambios, y todo lo que implique transformación es visto con desconfianza. Así, se termina culpando a la ciudad misma, como si fuera el problema. Pero la ciudad no es el problema. Lo son las decisiones que se toman sobre ella, la manera en que se organiza, se distribuye y se gobierna. Y aunque todas las personas habitamos la ciudad, no todas participamos con el mismo grado de poder: hay quienes influyen en las políticas públicas y quienes apenas logran hacerse escuchar.

Desde algunos espacios institucionales se ha propuesto construir una nueva identidad queretana, a partir de la idea de que la inseguridad se origina en la falta de una identidad compartida. Es cierto que toda ciudad necesita referentes comunes, sentidos de pertenencia que ayuden a tejer comunidad. Pero eso no se logra por decreto. La identidad no se impone: se construye en el camino, con el paso de quienes llegan, con los vínculos que crean, con los espacios que resignifican. Querétaro ya está cambiando; se transforma todos los días. La identidad no está grabada en piedra. Es una mezcla que cruza generaciones y territorios. Si hay conflicto, no se debe a la diversidad, sino al rechazo a reconocerla. Cuando se insiste en dividir entre quienes pertenecen y quienes no, lo demás se normaliza: políticas que excluyen, discursos que jerarquizan, barrios buenos y malos, ciudadanías plenas y otras a medias.

Algunos de los nuevos queretanos tienen dieciocho años y están por llegar con una mochila al hombro, buscando dónde inscribirse y con quién compartir cuarto. Aprenden la ciudad, se la apropian, la cuestionan. Ellos, sin saberlo, están ayudando a escribir la nueva historia de Querétaro.

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