Durante meses han circulado versiones sobre la extracción ilegal de mercurio en la Sierra Gorda de Querétaro, y la posible implicación de un grupo de la llamada delincuencia organizada. La advertencia vino de una ONG de Estados Unidos; la Environmental Investigation Agency (EIA) publicó un reporte en el que situó al país dentro de las rutas internacionales de contrabando del metal. En Querétaro, la reacción fue de escepticismo. Costaba imaginar que una actividad prohibida por el Convenio de Minamata pudiera operar en un estado que presume estabilidad, industria limpia y buenas prácticas ambientales. Pero las clausuras recientes de Profepa confirmaron que la minería de mercurio forma parte de una red mucho más amplia que ha aprendido a moverse entre los márgenes del Estado.

Un reportaje de Proceso en el 2022 (Alejandro Saldivar, Daniel Wizenberg y G. Jaramillo Rojas) ya había descrito con claridad esa vida subterránea. En las comunidades mineras, el mercurio sostiene economías precarias: los trabajadores extraen “medio kilo, por mucho un kilo en una quincena”, y reconocen que la mina es “el sustento de todo el pueblo”. El metal envenena la tierra y el cuerpo, pero también alimenta una necesidad inmediata de sobrevivir en lugares donde las alternativas económicas son escasas.

El mercurio extraído de manera clandestina viaja mucho más lejos de lo que pensamos. Desde las montañas de Querétaro, el metal recorre carreteras sin revisión, hasta llegar a los puertos que lo conectan con el sur del continente. En las minas auríferas de Sudamérica se usa para separar el oro del sedimento, a costa de la salud de quienes lo manipulan y de los ríos que terminan contaminados. Detrás de ese recorrido hay una estructura bien articulada: transportistas, intermediarios, compradores y funcionarios que permiten el paso.

Para que el metal viaje desde la montaña hasta los mercados internacionales se requiere una estructura sólida donde cada eslabón obtiene un beneficio. En esa cadena participan actores diversos: funcionarios que omiten inspecciones, empresarios que combinan negocios legales con operaciones ilícitas, agentes de transporte y de aduana que facilitan los traslados. No es un sistema clandestino en los márgenes del Estado; se trata más bien de una red que opera dentro de él, entrelazada con sus instituciones y con el sector privado. Este tipo de entramados muestra que la delincuencia organizada no es un bloque aislado, sino un conjunto de relaciones donde la legalidad y la ilegalidad se cruzan de forma cotidiana, sostenidas por intereses comunes y por una cultura de tolerancia que normaliza el beneficio compartido.

El tráfico de mercurio es apenas una expresión de una forma más amplia de gobernar el territorio: mediante acuerdos, omisiones y beneficios compartidos. Frente a esa normalización, el reto es volver a mirar lo que hemos dejado de ver: los vínculos, los intereses y las omisiones que sostienen las violencias en las diferentes regiones de nuestro país.

Google News