Desde que llegué a esta ciudad hace siete años me ha sorprendido la manera en que la gente suele ser reservada en la calle. A diferencia de lo que ocurre en otras ciudades del país, aquí es común que se eviten charlas con desconocidos y que se comparta poco. Sin embargo, cuando se trata de apoyar a quienes enfrentan una tragedia, las personas en Querétaro muestran disposición inmediata. Hoy no será la excepción. Tras las lluvias del 22 y 23 de agosto, las autoridades estiman cientos de viviendas afectadas, decenas de familias damnificadas y la pérdida de dos vidas humanas. Se han abierto centros de acopio y el Ejército activó el Plan DN-III. Una vez más, la emergencia ha despertado lo mejor de nuestro ánimo colectivo para ayudar.
Lo que no debe pasar inadvertido es que, después de que se supere la emergencia, es necesario reflexionar sobre lo que estamos haciendo mal en materia de prevención. Una máxima en gestión del riesgo lo resume de manera contundente: “los fenómenos son naturales, los desastres no”. Esto significa que las lluvias son inevitables, pero el desastre es producto de decisiones humanas. Está en nuestras manos reducir el impacto, tanto con acciones públicas como con responsabilidad ciudadana.
Desde hace ya algunos años la academia, los colegios profesionales y el periodismo local han advertido sobre la vulnerabilidad de Querétaro ante lluvias intensas. No ha faltado evidencia: urbanización sobre cauces naturales y laderas, expansión descontrolada que no se justifica como respuesta al crecimiento poblacional, y el sellado del suelo con cemento que reduce la infiltración y aumenta la escorrentía. A esto se suma la insuficiencia del drenaje pluvial y la saturación de canales por basura.
Y es que, no podemos desligar esta situación de la manera como se ha estado gestionando el desarrollo de la metrópoli. El crecimiento de la mancha urbana ha sido desproporcionado: entre 1970 y 2017 se expandió más de diecisiete veces, mientras la población apenas se multiplicó por cuatro. En la última década los hogares aumentaron más de sesenta por ciento, frente a un crecimiento poblacional menor al cincuenta, lo que muestra un mercado de vivienda que no responde a la necesidad demográfica, sino a la presión inmobiliaria. El resultado es una ciudad que crece sobre zonas frágiles de recarga, donde el cemento ha sustituido al suelo absorbente, reduciendo la capacidad de infiltración y aumentando los escurrimientos que saturan un drenaje pluvial insuficiente. Así, Querétaro vive una expansión espacial que excede sus necesidades poblacionales, guiada por intereses privados y avalada por decisiones públicas, y que convierte las lluvias intensas en desastres que no son naturales, sino sociales y políticos.
No toda la responsabilidad recae en las autoridades. Como ciudadanía también cargamos con la negligencia: tiramos basura en la calle que termina bloqueando las coladeras, descuidamos las áreas verdes que podrían ayudar a infiltrar el agua, pavimentamos sin pensar en la permeabilidad del suelo, dejamos pasar las lluvias recurrentes sin organizarnos para atender riesgos conocidos y no exigimos a tiempo soluciones públicas de largo plazo como un drenaje pluvial eficiente o la protección de zonas de recarga. Esa suma de omisiones cotidianas debilita a la ciudad y nos expone cada temporada a que una tormenta intensa se convierta en desastre.