Gobernar un municipio en México es bastante complejo. Se trata de sostener la administración de una estructura que carga con necesidades acumuladas, conflictos sin resolver y, en muchas regiones, la presencia de actores que mandan sin haber sido electos. En 2022, una publicación del equipo de investigación del diario EL UNIVERSAL reveló que al menos en mil 198 de los 2,471 municipios del país aparece el nombre de algún grupo armado en documentos de inteligencia militar. Esa cifra, basada en los archivos filtrados por Guacamaya, nos da pistas sobre lo que en muchas comunidades ya se sabe desde hace tiempo: que el poder se reparte entre más de una autoridad. Hay alcaldes, sí, pero también hay otros actores que toman decisiones, reparten castigos, cobran cuotas, controlan el otorgamiento de permisos, imponen condiciones en obras públicas, influyen en cambios de uso de suelo y deciden quién puede o no abrir un negocio.
Gobernar, en este contexto, deja de ser un ejercicio técnico y se convierte en una faena de alto riesgo. Hay servidores públicos locales que deciden sacar provecho de la situación: se integran a los acuerdos existentes o llegan al cargo con compromisos previamente pactados durante la campaña, muchas veces con actores armados. Facilitan o refuerzan redes de corrupción que ya operaban en el territorio. Otros prefieren no involucrarse, tampoco incomodar a los poderes y optan por “navegar de muertito”. También están quienes, quizás los menos, deciden resistir y denunciar. Todos, de una u otra forma, se exponen ante la violencia. México ha sido catalogado como uno de los países más peligrosos para ejercer cargos municipales desde el año 2000, con decenas de alcaldes asesinados. Sólo entre 2018 y 2022, se registraron más de 770 eventos de violencia criminal contra actores políticos, muchos de ellos dirigidos a autoridades locales, según datos de Data Cívica. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha advertido que regidores y síndicos, especialmente en municipios rurales, enfrentan amenazas sistemáticas que comprometen no sólo su seguridad personal, también la posibilidad misma de gobernar (CIDH, 2023).
El caso más reciente, el del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, ilustra de manera dolorosa esta realidad. En pleno festejo del día de muertos, un hombre que había decidido no plegarse a esas dinámicas fue asesinado. Era un alcalde joven, independiente, que había denunciado abiertamente la infiltración de grupos armados en el territorio. Su muerte es un testimonio de lo que significa enfrentar el poder de facto en ciertos municipios.
El asesinato de quienes eligen no callar —ya sean autoridades locales, personas defensoras de derechos, activistas o periodistas— envía un mensaje terrible que se instala en la médula de nuestra sociedad. Una sociedad que, para sobrevivir, ha optado por la autocensura, por no denunciar para no meterse en problemas.

