No sé si te pasa, querido lector, pero ir al supermercado con mi hijo adolescente se convierte en un relato de quejas y cuestionamientos sobre qué tan sustentables son los productos que elijo para la despensa; es mi observador más cercano y todo el tiempo está demandando coherencia. No pretendo generalizar, aunque sí reconocer que son una juventud distinta a la nuestra; nosotros crecimos con la idea de que “algún día nos acabaríamos el mundo”, mientras que ellas y ellos crecen con la sensación de que ya tendremos que salvar lo que podamos. Esta y otras diferencias en las experiencias marca profundamente cómo miran el presente que les toca habitar. A veces olvidamos que las juventudes cargan con las expectativas de quienes las antecedemos, pero también con los costos sociales, ambientales y económicos de las decisiones que tomamos antes de que nacieran.
Como punto de partida, resulta fundamental reconocer la complejidad de definir a una generación. Las teorías de estudios generacionales sugieren que hablar de “Generación Z” implica simplificar un conjunto de experiencias que, en realidad, son muy diversas. Los datos del informe más reciente de la UNFPA (2025) en México subrayan esta heterogeneidad y también las brechas existentes: alrededor del 37.5% de las personas jóvenes vive en situación de pobreza y 2.6 millones (8.5%) viven con alguna discapacidad, limitación o condición mental. Algunas estudian, otras trabajan en espacios formales o informales o combinan ambas actividades. Hay quienes enfrentan escenarios más difíciles, como la participación en actividades ilícitas o la búsqueda constante de empleo sin resultados y un número creciente atraviesa episodios de consumo problemático de sustancias. En conjunto, este panorama confirma que no existe una sola juventud mexicana, sino múltiples juventudes atravesadas por desigualdades profundas y entornos muy diferentes.
Desde mi experiencia como profesora -y madre- puedo decir que esta generación no es de cristal. Creció en un momento atravesado por la desconfianza hacia el discurso político, por eso juzgan rápido y establecen límites más rígidos. En realidad, cierto sector de las juventudes sí se involucra en causas sociales y políticas, aunque no siempre las veamos en las calles. Buena parte del activismo de esta generación se sostiene en una base liberal, y no tanto en los metarelatos que impulsaron a otras generaciones. Esto es, no se movilizan únicamente por grandes ideologías, más bien le mueven principios concretos vinculados a la autonomía, la igualdad, la integridad del cuerpo, la justicia climática y la libertad para vivir sin violencia ni discriminación.
Para muchas personas jóvenes, la acción colectiva inicia en el terreno personal, o en la política de lo cotidiano —lo que consumen, cómo se nombran, cómo se relacionan, a quiénes siguen en redes sociales es un mensaje político— y se proyecta después en el espacio público. Esta forma de activismo parte de la convicción de que los derechos no son abstractos; son condiciones mínimas para una vida digna. Y, desde esa matriz liberal, cuestionan...

