Hace poco, en una conversación tranquila aquí en Juriquilla, una colega a quien admiro mucho me dijo algo que se me quedó grabado. Hablábamos de la violencia que atraviesa el país, y ella —una investigadora brillante, con años de trabajo académico— me confesó que prefería evitar cualquier texto, película o noticia sobre el tema.

“Ya tengo suficiente con el estrés del trabajo”, dijo. La entendí muy bien: las noticias en nuestro país no dan respiro. Cada semana circula un desfile de desgracias, donde incluso parece que cada lugar del territorio compite por ocupar el centro de atención con la peor tragedia.

Esa misma semana tuve una conversación similar con amistades en Culiacán, donde hace meses la violencia no ha cedido. Lejos de la burbuja, la violencia cotidiana no puede ser ignorada: es una cuestión de supervivencia. La gente sigue grupos y canales de WhatsApp que informan en tiempo real sobre balaceras, bloqueos o zonas peligrosas, y esa información les permite decidir por dónde no pasar, qué sector evitar, a qué plaza no acudir. Son decisiones que se toman para conservar la vida mientras se intenta sostener la rutina: ir al trabajo, llevar a las niñas y niños a la escuela, salvar la venta del día, pagar la nómina, cumplir con el pedido. Sin embargo, incluso en ciudades como Culiacán, donde la violencia forma parte del ritmo cotidiano, también existen burbujas de indiferencia y privilegio desde las que se elige no mirar, como si la realidad pudiera mantenerse a raya por la vía del aislamiento.

Desde hace tiempo me interesa entender por qué, ante un contexto tan crítico, algunos sostienen una postura activa y políticamente comprometida, mientras otros parecen moverse en una especie de letargo emocional. No es sólo de apatía; es un fenómeno más complejo, vinculado al desgaste, al hartazgo acumulado, pero también a un proceso más profundo de insensibilización. Esa distancia afectiva, que muchas veces es un mecanismo de defensa, termina siendo una barrera frente a la realidad. Se busca, quizá sin decirlo, una forma de silenciar la angustia, de seguir funcionando en medio del desorden. Pero esa desconexión no es neutra: debilita la posibilidad de construir respuestas colectivas frente a lo que nos lastima.

Bauman y Donskis describen con claridad lo que llaman ceguera moral: una retirada temporal de la sensibilidad que permite convivir con la violencia sin sentirla del todo. En algunas sociedades, esa distancia se justifica porque el horror parece lejano; en la nuestra ocurre incluso cuando la violencia es parte de la vida cotidiana. En ambos casos, la repetición desgasta. La información se acumula sin procesarse, y lo que antes provocaba indignación ahora apenas se percibe. La violencia sigue siendo irreal, “parece que no puede sucedernos, no nos ha sucedido, le sucede a otros”.

Lo más grave de esta insensibilidad no es sólo que nos duela menos, sino que nos aísla. Nos aleja de la posibilidad de reconocer que muchas de las violencias que enfrentamos no se resuelven desde lo individual. Son estructurales y, por tanto, exigen respuestas colectivas.

¿Cómo permanecer pendiente de actos monstruosos que suceden a nuestro alrededor sin que el horror nos paralice, sino que nos dé fuerza para actuar y organizarnos? No hay respuestas sencillas.

Google News

TEMAS RELACIONADOS