Un banco fue acusado de permitir que cientos de millones de dólares del narcotráfico mexicano circularan libremente por sus cuentas. Las transferencias no levantaron alertas internas, a pesar de que provenían de casas de cambio que no tenían controles claros. El dinero se utilizó para comprar aviones, transportar cargamentos y mantener activa la red logística del negocio de las drogas. A lo largo de tres años, el banco procesó más de 378 mil millones de dólares, una suma equivalente a casi un tercio del PIB de México en ese momento. La investigación demostró que las señales estaban ahí, pero no se actuó. El banco aceptó su responsabilidad, pagó una multa —millones de dólares para el gobierno de Estados Unidos—, y nadie fue a prisión. Dados los acontecimientos actuales, usted pensaría que estamos hablando de CI Banco, Intercam o Vector. Pero no, estimado lector. Me refiero a Wachovia, un banco estadounidense que en 2011 reconoció ante la Corte de ese país “haber fallado intencionalmente” en prevenir el lavado de dinero.

Traer a cuento la historia de Wachovia no es sólo un ejercicio de memoria: es un recordatorio de que cuando el sistema bancario estadounidense está involucrado, la respuesta suele ser controlada y negociada. Las acusaciones contra bancos mexicanos, en cambio, son un mensaje político. Al sancionar fuera de sus fronteras y exigir cumplimiento extraterritorial, Estados Unidos reafirma su capacidad de definir unilateralmente lo que es legal, lo que es amenaza y lo que es castigo.

Por su parte, el Estado mexicano ha hecho poco para contener el lavado de dinero. Las autoridades financieras carecen de capacidad, pero también de voluntad. En lugar de investigaciones sistemáticas, lo que hay son exhortos y silencios. En México, los mecanismos para identificar las redes siguen siendo débiles, y los controles sobre el origen y destino de los recursos en sectores como los fideicomisos, la construcción o la obra pública son insuficientes o inconsistentes. Esto permite que capitales de origen ilícito encuentren rutas de entrada en donde la supervisión es limitada y la opacidad estructural. Las ciudades se han vuelto uno de esos destinos: receptores silenciosos de inversiones que no siempre pueden, o quieren, ser explicadas.

Ahí es donde conviene detenerse. El dinero que proviene de actividades ilícitas no circula en la sombra: se vuelve visible. Entra a fondos de inversión, participa en desarrollos inmobiliarios, financia obras públicas. Aparece en aeropuertos, fraccionamientos, macrolibramientos y torres de departamentos. Pero esa ciudad construida con recursos opacos no es neutra. Tiende a desplazar, encarecer y excluir.

Ahí está. Y aunque es visible, no se persigue.

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