Iliana Padilla

Comunidades frente a la minería y la violencia

Hace falta un plan integral de seguridad y de reparación del daño a las comunidades

La demanda internacional de minerales estratégicos crece impulsada por la transición energética, la fabricación de vehículos eléctricos, el desarrollo de baterías de almacenamiento y la ampliación de las redes renovables. En ese conjunto de recursos también destaca el oro, cuya alta cotización y facilidad de lavado lo mantienen en el centro de los intereses globales. En México, esa presión externa se cruza con un escenario interno complejo: en algunas comunidades los grupos delictivos toman el control de la actividad minera, en otras se hacen cargo directamente de la producción y, en varias más, extorsionan a productores y habitantes, un fenómeno que avanza al amparo de la impunidad y la débil presencia institucional.

El sexenio pasado endureció las reglas de la minería con una reforma que limitó concesiones y elevó exigencias ambientales. Eran medidas necesarias tras décadas de explotación sin control, aunque implicaron un freno a nuevos proyectos y al capital. Las cifras que presenta la Secretaría de Economía lo reflejan: en 2023 la Inversión Extranjera Directa en minería había superado los 2 mil 300 millones de dólares; en 2024 se redujo a mil 525 millones y cerró con retiros por 837 millones. Esa contracción se reflejó en el empleo: la extracción de minerales metálicos perdió 16% de su personal formal y el trabajo de apoyo cayó casi 47%. El ajuste abrió márgenes que la delincuencia organizada ocupó de inmediato.

La prensa regional e internacional ha documentado cómo ciertos grupos se han insertado en la minería para ampliar sus ingresos, después de que la política antidrogas de Estados Unidos complicó sus márgenes en el negocio de las sustancias sintéticas. En Sinaloa, el reportaje de Marcos Vizcarra en Revista Espejo muestra que ya no se limitan a la producción de metanfetaminas: ahora recurren a actividades extractivas, la presión sobre pequeños productores, la extorsión y el control de rutas comerciales. En Guerrero, el trabajo de José Luis Pardo y Marlén Castro describe cómo en el Cinturón de Oro ejercen dominio territorial, intimidan comunidades y operan en ausencia de autoridad, generando desplazamientos y violencia en torno a los yacimientos. En Chihuahua, la organización EDUCA Comunicación reportó ataques con drones explosivos contra las comunidades Warijó y Pima en los municipios de Moris y Uruachi, en la Sierra Tarahumara, con el fin de asegurar zonas auríferas y provocar el desplazamiento de familias enteras.

El escenario de estos últimos años muestra que los vacíos de poder en territorios mineros han quedado en manos de actores que imponen sus reglas. Las comunidades siguen soportando costos ambientales y sociales mientras la extracción se volvió terreno de disputa armada. El gobierno federal actual promete un nuevo planteamiento: relanzar la minería bajo el discurso de modernización, pero la prueba será aplicar controles efectivos. Hace falta una estrategia integral de seguridad y de reparación del daño a las comunidades, con planes de restauración ambiental y responsabilidad social estricta, para evitar que los territorios sigan siendo espacios vulnerables al despojo.

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