Durante años, el discurso contra la nueva Ley General de Aguas se ha disfrazado de defensa ciudadana. Se habla de “riesgo a la propiedad”, de “exceso de control”, de “amenaza a la inversión”. Pero hay una verdad incómoda que pocas veces se dice en voz alta: Buena parte de la resistencia a esta ley no nace del amor al pueblo, sino del miedo de quienes han hecho del agua un negocio exclusivo.
Porque mientras millones de mexicanas y mexicanos sobreviven con tandeos, pipas caras y llaves secas, existe una élite política y empresarial que durante décadas ha gozado del privilegio de extraer, almacenar y lucrar con el agua como si fuera un bien privado. Concesiones sobredimensionadas, pozos sobreexplotados, acuíferos agotados y comunidades desplazadas por intereses particulares forman parte del saldo que hoy paga el país.
La nueva Ley General de Aguas pone el dedo en la llaga: Prioriza el consumo humano, el derecho al agua, la sustentabilidad y el control real del uso industrial. Por eso incomoda. Porque por primera vez se pretende ordenar un sistema que operó durante décadas en beneficio de unos cuantos y en perjuicio de las mayorías.
No se trata de suposiciones ideológicas. Existen casos documentados en registros públicos y en investigaciones periodísticas donde aparecen nombres de políticos que, directa o indirectamente, han sido beneficiarios de concesiones de agua en volúmenes desproporcionados para su uso particular.
Ahí está el caso del exgobernador de Sonora, Guillermo Padrés, cuya familia fue señalada por la posesión de múltiples pozos y presas privadas durante una de las crisis hídricas más severas del estado. O el de Vicente Fox, expresidente de México, cuyo rancho en Guanajuato ha sido vinculado con diversas concesiones de agua en una de las regiones con mayor estrés hídrico del Bajío.
También figuran nombres como Jaime Rodríguez Calderón, exgobernador de Nuevo León; Francisco Ramírez Acuña, exgobernador de Jalisco; y Luis Armando Reynoso Femat, exgobernador de Aguascalientes, todos con registros de concesiones para uso agrícola, industrial o pecuario mientras miles de habitantes en esas mismas regiones padecen escasez.
No se trata de criminalizar sin pruebas, sino de evidenciar una realidad: El sistema de concesiones permitió que actores con poder político acumularan agua como patrimonio personal, mientras el acceso al recurso se volvió un privilegio para millones.
Los opositores a la Ley gritan “autoritarismo”, pero guardan silencio sobre los verdaderos abusos. Callan sobre los mantos acuíferos agotados por intereses privados. Callan sobre las comunidades rurales que pierden sus pozos. Callan sobre las zonas urbanas donde el agua llega solo unos días a la semana. Callan, porque el desorden actual fue su negocio.
La nueva Ley General de Aguas no es perfecta, como ninguna ley lo es. Pero sí rompe con el viejo modelo de saqueo legalizado. Defender el acceso equitativo al agua no es comunismo, ni dictadura, ni radicalismo: es justicia hídrica.
Hoy la pregunta es sencilla y brutal: ¿Vamos a seguir permitiendo que unos cuantos sigan acumulando lo que a todos pertenece, o vamos a ordenar el país desde el derecho humano más básico, el del agua?
Porque cuando el agua se convierte en privilegio, la democracia se seca.

