Tergiversar la realidad, negarla, minimizarla, despreciarla o relativizarla por conveniencia, sabiendo que con ello se brinda impunidad, se ocultan y protegen actos ilícitos, corruptos e inmorales y se obstruye la acción de la justicia, convierte a las autoridades públicas en omisas, al incumplir su papel de denunciar y perseguir los delitos, con lo cual se convierten en cómplices de los mismos.

Mayor gravedad adquiere la situación si quien oculta tiene el deber de “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen”; si el gobernante prevarica de sus deberes y, al conocer la gravedad de los hechos, posibilita que los delitos queden impunes. Más aún, si solapar se usa como estrategia de supervivencia: mantener el poder, proteger aliados, evitar el daño reputacional del grupo gobernante, controlar la narrativa, manipular la opinión pública, evitar los costos electorales por escándalos. Encubrir es mentir deliberadamente; es faltar a la integridad exigida a las autoridades.

Las consecuencias, además de la impunidad, son: normalizar la cleptocracia; revictimizar a la sociedad al romper el orden jurídico y privarla de recursos fundamentales para la atención de prioridades nacionales; desprestigio y pérdida de confianza hacia la autoridad; eliminar la transparencia y la rendición de cuentas de las tareas públicas; y, entre otras, solapar la no reparación de daños, carateristíco de los sistemas y gobiernos autócratas.

Aunque el discurso de la morenista Luisa María Alcalde y de otros destacados voceros de ese partido enfatizan que su gobierno denuncia y persigue los delitos, la realidad muestra lo contrario. En el caso mexicano, los delitos encubiertos pueden considerarse de alto impacto: corrupción a niveles nunca antes vistos; colusión con la delincuencia organizada; y, comisión de crímenes de lesa humanidad —en ellas participaron algunas autoridades al entregar a los cárteles víctimas para sus vendettas: 200 mil asesinatos dolosos, más de 52 mil desaparecidos.

Es preocupante la ceguera selectiva de Sheinbaum y su percepción sesgada de la realidad: se regodea con el 73% de aprobación a su gestión (12 puntos menos que en febrero), pero no se entera del 75% de rechazo al manejo que hace de la corrupción; y del crecimiento de 13 puntos (del 61 al 74%) de rechazo al crimen organizado. Su gobierno, dice, ha reducido el 32%, las muertes dolosas, pero omite el crecimiento del 56% en desapariciones.

Según Sheinbaum, el huachicol fiscal inició en marzo de 2025 con la captura de un buque, pero el 8 de julio de 2020, el gobernador panista de Tamaulipas, Francisco Javier Cabeza de Vaca, entregó en propia mano a Andrés Manuel López Obrador un oficio —firmado de recibido por la entonces secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el 14 de octubre de 2020— en el cual le pide la colaboración del gobierno federal para cumplir las órdenes de detención a 14 delincuentes dedicados al huachicol, apoyo que nunca recibió. Este hecho resulta fundamental porque invalida el discurso de que fue el morenismo quien denunció inicialmente el fenómeno del huachicol fiscal.

Y, ¿qué decir del encubrimiento a Adán Augusto, cuyo exsecretario de Seguridad Pública, Hernán Bermudez Requena, es líder regional de La Barredora —perteneciente al Cártel Jalisco Nueva Generación—, y también operaba el huachicol fiscal; y al exsecretario de Marina, almirante José Rafael Ojeda, cuyos familiares políticos también operaban el huachicol fiscal?; ¿será porque detrás de ellos se encuentran Andy López Beltrán y el propio López Obrador?

Es amplia y significativa la desconfianza social hacia Sheinbaum respecto a la lucha contra la corrupción debido a su tendencia a la selectividad: señala a contrarios y parece encubrir a peces gordos morenistas, al igual que López Obrador.

La inercia de Sheinbaum genera suspicacias y, ante los hechos, salvo prueba en contrario —aún inexistente—, tiende, por conveniencia, al encubrimiento.

Periodista y maestro en seguridad nacional

Google News