Vive el país un estremecimiento que no podemos contemplar con indiferencia o desdén. Más aún cuando en el eje de los conflictos más visibles está el tema de la educación. Sea con los profesores que han tomado las calles en Guerrero y Michoacán o con los estudiantes que ocuparon por la fuerza el edificio de la rectoría en la Universidad Nacional Autónoma de México. Vemos síntomas de una crisis profunda que debe mover a la reflexión al Estado y a los responsables de las instituciones educativas del país.

Por supuesto, discrepo de los métodos que se están empleando para encontrar solución a los problemas, pues la violencia puede precipitarse y desbordarse. No es bueno que a la violencia vinculada con el crimen organizado y a la violencia cotidiana de la delincuencia desorganizada que ataca a nuestras urbes se sume ahora el riesgo de estallidos sociales.

Es en los problemas de fondo y las políticas públicas para enfrentarlos donde habría que fijar la atención para emprender la aplicación de remedios que toquen la estructura y el diseño mismo del aparato institucional de la república.

El uso de la fuerza no es el medio para imponer puntos de vista o para ganar una discusión, toda vez que si algo es esencial a la naturaleza de los centros formativos, y particularmente de nuestras universidades, es que son, precisamente, espacios para la libre confrontación de las ideas.

Han sido siempre las universidades lugares privilegiados para la abierta exposición de las diferencias y los antagonismos, pero desde una base inamovible: el respeto al otro, a su persona y a sus puntos de vista.

Si bien no es posible estar de acuerdo con los métodos, lo cierto es que la disidencia y la expresión de ésta, en actos de protesta y movilización, corresponden a la naturaleza de la juventud y a la función formativa de los profesores. Y aquí habría que decirles a maestros y estudiantes que en un entorno nacional de crisis e insatisfacción social, las universidades y en general el sistema educativo no son enemigos de los jóvenes, antes bien son sus aliados naturales y habría que verlos así. Ojalá estemos equivocados, pero lo que sucedió en la Universidad Nacional Autónoma de México lesiona a las universidades públicas del país.

Que se proyecte a estas instituciones de educación superior como asociadas a conductas “antisociales” y más aún propias de la “barbarie” podría estar anclando en la sociedad la idea de que las universidades públicas son generadoras de desorden, costosas e imperecederas del respaldo presupuestal que requieren para operar. Que son, consecuentemente, prescindibles.

La universidad pública debe ser defendida con todas nuestras fuerzas y en todos los foros. Hay que evitar que la insatisfacción juvenil no sea utilizada para desprestigiar la educación superior pública.

Es la universidad pública la que permite hacer efectivo el acceso de los segmentos desfavorecidos de la sociedad al conocimiento; es la universidad pública la que realiza el mayor volumen de investigación; es la universidad pública la que está más enraizada en el ánimo de la comunidad por involucrarse con sus sentimientos y aspiraciones.

La universidad pública encarna el derecho a la educación en México. Por ello, como ha dicho el rector José Narro Robles respecto del conflicto en la UNAM, que sean la inteligencia, la legalidad y la prudencia los tres puntales de la acción para defender la máxima casa de estudios del país, pues al defenderla defendemos la educación pública.

Rector de la Universidad Autónoma de Querétaro

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