La vida tiene sus maneras de darnos a conocer la manera como vamos haciéndonos mayores sin que hablemos estrictamente de la edad y una de ellas tiene que ver con la experiencia del trabajo arduo y sin descanso. Recuerdo, como seguramente le ha de haber sucedido a mucha gente de mi generación, que hay un tiempo en el cual el trabajo comienza a exigir mayor dedicación y a propiciar que los fines de semana se diluyan entre jornadas laborales que consumen inclusive los sábados y domingos.

En mi caso podría considerar que un buen trecho, ha requerido alguna actividad de fin de semana por las características del trabajo. Fue una época en la que era considerado importante trabajar el mayor tiempo posible, hasta que al paso de los años, le otorgamos una nueva importancia a la calidad de vida y al equilibrio que requiere la atención a la familia, sobre todo en una actualidad que pasa facturas muy altas cuando no se tiene la adecuada atención y comunicación al interior de una familia.

El fin de semana se convierte en un medio para darle mayor atención a lo importante por encima de lo urgente y con ello establecer y fortalecer los vínculos que nos mantienen unidos con nuestros seres queridos, así como para vencer ese estrés y la ansiedad que suelen ser más recurrentes hoy en día.

Si miro muy hacia atrás en el tiempo, hubo domingos que cubrían una importante rutina familiar cuando aún vivían mis dos abuelas. Mi padre nos llevaba a los hijos menores a visitar a su mamá después de desayunar, la recuerdo ya ciega por la diabetes y en su habitación, Nos reconocía acariciando con cuidado nuestra cara y siempre sonreía, mirándonos a su manera, sentada en la orilla de su cama. No tuve la suerte de verla cocinar o realizar actividades con la fortaleza que seguramente la caracterizó la mayoría de su vida. Después de ir a misa al templo de Santa Clara, íbamos a comer temprano a casa de mi abuela materna, a quien pude disfrutar más tiempo, con la simpatía tan suya y un enorme patrimonio de dichos populares que compartía siempre con alegría. Luego de comer y compartir un rato con tíos y primos, en temporada nos llevaban a recolectar los frutos de capulines donde había árboles de dicho fruto o garambullos en el cerro por el camino que llevaba al viejo aeropuerto y donde, además de ver el atardecer, gozábamos comiendo estos manjares con la vista de la ciudad completa. Concluía el día con una vuelta en coche para llegar a casa e iniciar la semana de trabajo al día siguiente.

Hoy reconozco y entiendo el valor que tenían esas rutinas de domingo familiar que lograron construir recuerdos imborrables y nos alejaban de los problemas cotidianos y de aquellos que en su momento seguramente enfrentaron mis padres y que supieron protegernos del impacto de los mismos. También hoy, los fines de semana son un bálsamo para poder enfrentar los vericuetos de estos tiempos de crisis generalizada que enfrentamos en el mundo actual. Ojalá podamos como comunidad, darle a la vida actual sus fines de semana para que sea más llevadera y mantenga la posibilidad de que los jóvenes mantengan sus sueños y combinen el trabajo con cercanía a sus hijos, para que puedan, metafóricamente, disfrutar sus propios capulines y garambullos en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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