Hay un tiempo, aquel que te permite reflexionar sobre los años maravillosos de la infancia de nuestros hijos, cuando cursamos la etapa de aprender a ser padres, desde el primer momento de tener a cada uno de ellos en tus brazos, con esa alegría y felicidad que irá acompañada de la enorme responsabilidad que implica construir con tu pareja una familia. Nadie dijo que sería sencillo y fácil, pero cada día vale la pena. Cada gesto, cada llanto, cada sonrisa y más tarde cada palabra, cada travesura y uno a uno se van reuniendo y amalgamando los vínculos entre los miembros que habitan ese hogar, creando una fortaleza indestructible. Pensamos que esos primeros años son perennes, pero vemos cómo van transcurriendo y todos seguimos creciendo cada día, hasta que comienza un proceso, en principio imperceptible, de separación cuando por primera vez sueltas su pequeña mano al dejarle en la escuela e inician un camino de formación para un futuro que esperas se tarde mucho en llegar. Vendrá otro cúmulo de años hasta verlos progresar en conocimientos que serán fundamentales en el momento, ya más cercano, que ellos decidan volar de casa para mirar y establecer sus propios horizontes. Con cada uno de los hijos se vive una experiencia diferente cuando crecen, hasta que por fin ellos emprenden su propia aventura personal de independencia. Pero mientras te encuentras en ese periodo de ausencias por los estudios, son inevitables las muchas emociones difíciles en las despedidas y las deliciosas en los regresos.

Tanto las despedidas como las bienvenidas son muy evidentes en las terminales, un poco sobrias en las de autobuses y mucho más emotivas en los aeropuertos. Estoy convencido que la duración de los abrazos y los besos son proporcionales al tiempo y a la distancia que separaron o separarán a los seres queridos. Cierta ocasión, hace apenas unos días, que esperaba el regreso de un familiar en un viaje corto, pude observar cómo unos padres y hermanos aguardaban a alguien muy querido, era obvio porque el hombre mayor daba instrucciones precisas a quien llevaba un letrero, a quien debía registrar en video en el teléfono el arribo del ser querido, a quien sostenía un arreglo de flores y un par de pequeños dibujos de bienvenida. Se afanaba, junto con su mujer, de estar debidamente preparados para la recepción. Pero algo ocurre cuando las emociones se desbordan en un instante, ya que en lugar de cumplir con las instrucciones, en el momento justo en que apareció la joven viajera, se desató un memorable caos y, dejando a un lado sus tareas asignadas, todos corrieron a recibir y a intentar ser parte del abrazo grupal donde hubo derroche de risas y lágrimas durante el tiempo suficiente para convencer a cualquiera que observamos dicha escena de que fue un viaje largo, pero no tanto como la demostración del cariño y gusto de recibirle de nuevo.

Esa experiencia propició en mi interior un tsunami de recuerdos similares con mi familia, con la certeza de que aún en los lugares más repletos de gente, hay momentos que desdibujan el entorno y el color se concentra, en especial, en el abrazo de despedida o la dicha de la bienvenida. Es una maravilla acortar las distancias y tener, cuando uno es mucho mayor, la certeza de la cercanía de los hijos, en lugares como este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

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