En México, el voto es obligatorio. Es un imperativo imperfecto que nadie cumple y nadie sanciona.
De acuerdo con el artículo 36 de la Constitución, todos deberíamos participar en las elecciones, pero como no hay consecuencias, millones simplemente se lo saltan por apatía, desdén, desencanto o como forma de desacreditar el sistema político.
En la última elección presidencial, solo el 63.4% del padrón acudió a las urnas, lo cual es una tasa de participación que está por debajo del promedio latinoamericano (73%).
Este abstencionismo no afecta por igual: son sobre todo los jóvenes y los sectores marginados quienes se ausentan.
Y no es porque no les importe, sino porque el sistema político poco les devuelve. Así, quienes sí votan —y votan en masa— terminan decidiendo por todos, usualmente impulsados por clientelas, lealtades o favores.
Pero ¿y si el voto realmente fuera obligatorio, con consecuencias reales para quien no cumpla con esa obligación?
Países como Uruguay, Ecuador o Brasil lo hacen y no se han convertido en dictaduras electorales. Al contrario: tienen participaciones que rondan el 80%. ¿La clave? Multas proporcionales al ingreso, restricciones para realizar trámites como pasaportes, empleos públicos o licencias.
Aquí, en cambio, seguimos con el dogma del "derecho a no votar", como si la democracia se construyera a punta de flojera cívica.
Vale la pena poner en la agenda pública estas medidas que sancionen sin criminalizar la pobreza, o promover incentivos positivos, como descuentos en servicios públicos para quienes votan de forma recurrente.
¿Quieres acceder al descuento en el impuesto predial? muestra tu credencial para votar con la marca de “votó” en la elección anterior.
La participación electoral debería apropiarse del sistema e incrementar el nivel de exigencia a los gobernantes. Es romper con el “no voto porque nada obtengo y porque al final nada cambia”.
Consultor, académico y periodista