En México, la conversación pública está profundamente marcada por el racismo y el clasismo, aunque muchas veces se manifiestan de manera sutil, disfrazados de “análisis objetivo” o “verdades incómodas”.
Los académicos, analistas y opinadores que moldean la agenda pública en medios e instituciones no están exentos de estos prejuicios; por el contrario, suelen reproducirlos sin cuestionarlos, perpetuando desigualdades históricas.
El Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) estima que seis de cada diez personas en México han experimentado algún tipo de discriminación.
Datos del INEGI echan luz al elefante en la sala: la personas con piel más oscura ganan en promedio 41% menos que las personas de piel clara y enfrentan mayores barreras para acceder a educación, salud y vivienda.
Esto no es solo un problema moral, sino estructural. La desigualdad se sostiene a través de narrativas que legitiman quién “merece” oportunidades y quién no. En el discurso mediático, el racismo suele detectarse en el uso de estereotipos negativos que diferencian entre “nosotros” (el grupo dominante) y “ellos” (grupos racializados), lo que deshumaniza y normaliza la exclusión.
Otro indicador es la ausencia de voces diversas: cuando en una mesa de análisis solo se escuchan visiones urbanas, blancas y de élite, se refuerza la idea de que los demás no tienen nada que decir.
El clasismo, por su parte, se refleja en expresiones de desprecio explícito o implícito hacia las clases populares, como el recurrente “el pobre es pobre porque quiere”. También aparece cuando se atribuyen virtudes exclusivas a las élites, como la eficiencia o la honestidad, mientras se asocia la ignorancia y la corrupción con la pobreza. Otro síntoma es la invisibilización de factores estructurales, culpando individualmente a las personas por no salir adelante, como si el acceso a educación, salud o empleo digno dependiera solo de esfuerzo personal.
Para detectar estos sesgos, es clave analizar el lenguaje, las fuentes y los temas elegidos. ¿Qué adjetivos se utilizan para describir a ciertos grupos? ¿hay voces de comunidades históricamente marginadas? ¿se problematizan las causas estructurales o se simplifica la realidad?
Los opinadores y medios tienen un poder inmenso: definir qué es “normal” y qué es “desviado”. Reconocer y confrontar los sesgos racistas y clasistas no es un ejercicio de corrección política, sino un acto de responsabilidad democrática.
Consultor, académico y periodista