Los movimientos sociales nacen del descontento o la esperanza. Surgen para cuestionar el orden existente, para poner en agenda lo que las instituciones no ven o no quieren ver.
Son espontáneos, flexibles y emotivos. Su fuerza radica en la convicción compartida más que en la estructura. Pero cuando uno de esos movimientos busca transformar su impulso en poder político, enfrenta una disyuntiva inevitable: institucionalizarse o desaparecer.
El paso de movimiento a partido político implica formalizar la pasión. Significa crear estatutos, reglas, jerarquías, fuentes de financiamiento y mecanismos de control. El problema es que, en ese proceso, la energía social que lo originó suele diluirse entre cargos, cuotas y burocracias. Lo que antes era una causa colectiva se convierte en una organización que busca perpetuarse.
En México, Morena es el ejemplo más reciente de esa tensión. Nació como movimiento social y en pocos años conquistó el poder político. Pero en su tránsito acelerado a partido y gobierno, ha mostrado fragilidad institucional.
No termina de construir estructuras sólidas, y al mismo tiempo empieza a reproducir las inercias que antes combatía. Si se institucionaliza demasiado, corre el riesgo de volverse rígido, conservador y ajeno al pulso ciudadano. Si no lo hace, puede fragmentarse.
El dilema no es nuevo. El PAN y el PRI recorrieron antes ese camino. En lugar de ser vehículos para un proyecto de nación, se convirtieron en fines en sí mismos: máquinas de poder más preocupadas por su supervivencia que por representar a la sociedad.
Hoy, cuando Jorge Romero habla del relanzamiento del PAN y de hacer “alianza con la ciudadanía”, en realidad confiesa el vacío de los partidos tradicionales: ya no tienen movimientos sociales que los alimenten, solo estructuras administrativas. Su identidad se define por la negación —no a Morena, no al PRI—, más que por una propuesta coherente.
Los partidos deberían ser intermediarios entre sociedad y Estado. Pero cuando se burocratizan y pierden su conexión con los movimientos que les dieron origen, dejan de representar a la ciudadanía y empiezan a representarse solo a ellos mismos. El reto de Morena, y de todos los partidos que aspiran a perdurar, es no olvidar de dónde vienen. Porque cuando un movimiento se olvida de la sociedad que lo creó, ya no es movimiento ni partido: es solo una institución más que teme al cambio.