Por naturaleza, toda organización política agrupa ideas, intereses y aspiraciones distintas. Sin embargo, cuando esas diferencias dejan de ser gestionadas y se transforman en rivalidades abiertas, el resultado suele ser el mismo: la pérdida de cohesión, de rumbo y, finalmente, de poder.
En los partidos políticos, las facciones no solo fragmentan la estructura interna, sino que erosionan la confianza ciudadana y alejan al colectivo de su objetivo esencial: gobernar.
En México, los ejemplos abundan. Desde el PRI que se fracturó por su incapacidad de renovarse, hasta el PRD que prácticamente se disolvió en sus pugnas internas, las lecciones son claras: los conflictos dentro de casa suelen ser más destructivos que los ataques del adversario.
Hoy, Morena atraviesa su versión de ese dilema, y Querétaro es un microcosmos perfecto para observarlo. El grupo encabezado por el diputado federal Gilberto Herrera Ruiz ha mostrado diferencias públicas con otras corrientes del partido, como la que impulsa a Santiago Nieto rumbo a la candidatura al gobierno estatal.
Las discrepancias sobre la redistribución de 365 millones de pesos del Presupuesto de Egresos 2026 —calificada por Herrera como “migajas y simulación”— no son un simple debate técnico: reflejan una lucha por influencia, legitimidad y liderazgo dentro del movimiento. Estas tensiones, amplificadas por redes sociales y acusaciones de “traición”, minan la credibilidad del partido frente a los votantes.
Para la ciudadanía, los discursos contrapuestos entre dirigentes o legisladores del mismo grupo político generan confusión y desconfianza. Convierten al correligionario en adversario.
En lugar de ver un proyecto con dirección, se percibe un campo de batalla donde cada quien habla por sí mismo. En tiempos de alta exposición mediática, esa disonancia pesa más que cualquier logro legislativo.
El problema de fondo es la ausencia de liderazgos fuertes y consensuales. Cuando las dirigencias no logran arbitrar conflictos internos, las facciones se convierten en fuerzas centrífugas que empujan hacia la dispersión. Los partidos dejan de ser instrumentos de poder colectivo y se transforman en arenas de disputa personal.
En Querétaro, Morena tiene el desafío de demostrar que puede construir unidad antes de 2027. De lo contrario, el desgaste interno puede convertirse en la mejor estrategia del PAN, que observará cómo el adversario se consume en su propia fragmentación.
La ciudadanía suele castigar la división porque interpreta el conflicto como falta de visión. En política, las luchas internas no solo debilitan la estructura; también erosionan el alma del proyecto.
La historia enseña que los partidos que no logran resolver sus diferencias a tiempo acaban siendo víctimas de sus demonios internos.
Consultor, académico y periodista