Hace ya tres semanas que la Comisión Internacional Independiente de la ONU declaró que Israel ha cometido genocidio en la Franja de Gaza.

El informe de la ONU es contundente: bombardeos masivos, hambruna, ataques sistemáticos contra hospitales, escuelas, mezquitas, iglesias y viviendas. No se trata de daños colaterales, sino de una estrategia militar con la intención de destruir a la población palestina.

La presidenta de la Comisión, Navi Pillay, recordó que estos actos cumplen con cuatro de los cinco criterios de genocidio establecidos en la Convención de 1948 y en el Estatuto de Roma: matar, causar graves lesiones físicas o mentales, someter a condiciones de vida que lleven a la destrucción del grupo, e impedir nacimientos. La conclusión es clara: existe intención genocida.

Ya pasaron 11 meses desde que la Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto contra el primer ministro Benjamin Netanyahu y el exministro de Defensa Yoav Gallant, acusándolos de crímenes de guerra y de lesa humanidad. La decisión se sustenta en pruebas sobre el uso del hambre como método de guerra, los ataques intencionales contra la población civil y una política sistemática de destrucción en Gaza. Sin embargo, el efecto de estas órdenes se diluye frente al papel de EU, que lejos de apoyar el derecho internacional, decidió sancionar a jueces y fiscales de la Corte que avalaron las investigaciones contra líderes israelíes.

Con esta medida, el gobierno de Donald Trump asume un rol de protector político, no basado en principios jurídicos, sino en su influencia como potencia. Su intervención garantiza impunidad a las más altas autoridades de Israel.

El contraste histórico es inevitable. Tras el Holocausto, los juicios de Núremberg sentaron las bases de los derechos humanos modernos y del compromiso internacional de no permitir crímenes de exterminio. Hoy, esas mismas lecciones parecen ignorarse. Mientras se condenó el genocidio contra el pueblo judío, la comunidad internacional duda en aplicar el mismo estándar frente al sufrimiento del pueblo palestino. El Estatuto de Roma es explícito: el genocidio no requiere interpretaciones amplias ni excepciones políticas.

Si se cumplen los actos tipificados —como los documentados en Gaza— la obligación es investigar, juzgar y sancionar. No hacerlo significa aceptar que las normas internacionales son selectivas y que la justicia depende de la voluntad de las potencias. La comunidad internacional enfrenta una disyuntiva: sostener el “nunca más” como un compromiso real o reducirlo a un lema vacío. La credibilidad del derecho internacional depende de ello.

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