En el último año, un nuevo ciclo de movilizaciones juveniles ha recorrido Asia, África y América Latina. Las protestas de la llamada Generación Z —jóvenes nacidos entre finales de los noventa y 2010— se han convertido en un lenguaje político global: marchas contra la corrupción en Nepal y Madagascar, exigencias de justicia social en Marruecos o reclamos por empleo y servicios públicos en Kenia y Perú.
Aunque cada contexto es distinto, todas comparten un hilo conductor: una generación que percibe su futuro cancelado por élites envejecidas, gobiernos ineficaces y economías incapaces de ofrecer dignidad.
En Nepal y Madagascar, las movilizaciones terminaron en la caída de gobiernos. En ambos casos, la debilidad institucional y el desgaste de las élites políticas se combinaron con una crisis económica profunda.
Los jóvenes actuaron como detonante de un malestar estructural: desempleo, corrupción, desigualdad y un Estado distante. El efecto fue un colapso del régimen político, no solo una protesta.
México, en cambio, representa un caso atípico dentro de este ciclo. El país vive una reducción histórica de la pobreza, un aumento del salario mínimo y altos niveles de aprobación presidencial.
Las protestas del fin de semana en Ciudad de México y varias ciudades, aunque inspiradas en la estética global Gen Z, no surgen de una crisis económica o de legitimidad comparable, sino de un descontento urbano en torno a la violencia, la inseguridad y la impunidad.
A diferencia de los movimientos juveniles en el Sur de Asia o África, en México la protesta muestra una composición híbrida: una base joven que exige respuestas frente al crimen y la corrupción, junto con actores políticos y mediáticos que buscan capitalizar el descontento.
Los enfrentamientos del domingo, tras el derribo de vallas y la agresión a policías, parecen inscribirse más en esa lógica de provocación que en una represión sistemática.
El objetivo de ciertos sectores parece claro: construir una narrativa de “represión gubernamental” que erosione al gobierno más que fortalecer las causas legítimas de los jóvenes.
Aun así, el gobierno haría mal en desestimar cualquier manifestación. La legitimidad democrática no se defiende solo con datos económicos, sino con la capacidad de escuchar, responder y contener sin reprimir.
Desdeñar protestas, calificarlas de “intervenciones extranjeras" es algo que hizo el viejo régimen en 1968 con el movimiento estudiantil del 68 y a la postre representó un punto de inflexión.
Consultor, académico y periodista

