Los discursos públicos se han llenado de resabios de filosofía moral. Ahora más que antes se reconoce que la corrupción, la falta de transparencia, la ausencia de rendición de cuentas y formas diversas de tolerancia cómplice de prácticas inaceptables bajo la lupa de los mínimos valores republicanos son de condenar.
El presidente Calderón ha lanzado una iniciativa para legislar en materia de obligaciones de los estados a transparentar los subsidios presupuestales. El presidente electo ha propuesto una reforma en materia de transparencia y rendición de cuentas que incluye varios cambios en el IFAI. Igualmente, ha reiterado que el castigo a la corrupción será una prioridad de su gobierno.
Ambos acontecimientos han sido secundados por declaraciones de personajes de la política e, inclusive, por eventos de discusión pública. Y desde hace mucho tiempo la insistencia en la opinión escrita sobre la necesidad de que la política se apegue a una ética necesaria es tendencia constante en diarios y comentarios. ¿Cuáles son las fuentes de la ética en la política? ¿Se puede mejorar el control y el autocontrol de los políticos? ¿Qué vías de acción pública serían idóneas para hacerlo?
El primer problema es la referencia a los valores compartidos. Una “ética” no es más que el repositorio de valores efectivamente portados por individuos en su quehacer. Naturalmente, todo valor es debatible. De eso se trata la tolerancia como valor fundamental. Si los consideramos en un sentido positivo (es decir, no normativo), todo lo que hacemos está asociado a valores. Alimentar a nuestros hijos, cuidar de nuestros padres, cooperar con los vecinos, ayudar a desvalidos, cumplir con los deberes cívicos.
Pero también son valores sus antinomias: desentenderse de la propia prole, abandonar a los viejos, estorbar la vida del vecindario, mirar para otro lado cuando alguien nos necesita o mandar a volar los asuntos que nos conciernen en la vida pública.
Pero hay valores (para algunos serán “antivalores”) que alientan acciones destructivas de los demás y del bien público. El delincuente ordinario, organizado o institucionalizado; el ciudadano que se colude en actos de corrupción, el político sin escrúpulos que sabe que para no retroceder tiene que hacerse de la vista gorda con los “daños colaterales” de su estrategia.
Hay quizá dos fuentes de valores a los que deberíamos mirar con más atención. La pedagogía que resulta de la acción pública y las normas que obligan a los responsables de gobernar.
Es muy extendida la idea de que los gobernantes distan mucho de estar a la altura de los valores que exige la sociedad. Aunque tampoco está muy claro cuáles son esos valores y de qué modo se corresponden con prácticas sociales (no políticas) acordes. Cuando se relevan opiniones de la gente mediante encuestas, sobresalen las bajas calificaciones que reciben la mayor parte de los servidores públicos. Pero también es notable la desconfianza con que los mexicanos nos miramos unos a otros.
Las enseñanzas que devienen de la forma en que se conducen los gobernantes, especialmente si atendemos a su resonancia en los medios de comunicación (que tienen su agenda “ética” propia), el balance es pésimo. Nadie en su sano juicio podría decir que, en promedio, los “políticos” no son corruptos. Nadie realistamente afirmaría que la nuestra es una polis basada en los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad, o en la justicia y la equidad.
A menos que se demuestre lo contrario, la carga de la prueba reside en el acusado. En este caso el acusado es el gobernante y no hay desahogo de pruebas en su favor, ni demasiada preocupación por deshacerse de la acusación. Eso sí, en tiempos de escasez de legitimidad sobrevienen las ofertas de correctivos.
Y esta es la otra fuente. ¿Qué balance podemos hacer sobre las reglas constitucionales y secundarias que regulan la conducta de los gobernantes? En la semana que pasó sobresalió en la prensa el decir de la procuradora sobre el estado del sistema de justicia. De sus declaraciones se infiere que es francamente vergonzoso. O sea, en México la justicia no llega a la gente, no es una herramienta a la que sensatamente podamos acudir para proteger nuestra integridad o la de nuestros bienes. También se difundió profusamente el proyecto legislativo de ahondar la transparencia, especialmente para aumentar el número de sujetos obligados, de lo que se han librado legisladores, gobernadores y munícipes. Considerando solamente estos dos ejemplos, las normas que sujetan a los gobernantes son pocas, malas e ineficientes. Y eso que lo consideramos desde el punto de vista del “acusado”, no del acusador.
Así es que si de ética en política hablamos, la prioridad es de normas que abatan conductas nocivas y oportunistas con efectos ejemplares para llenar el vacío de la desconfianza.
Director de Flacso sede México