Romina tiene siete años. No entiende mucho de política, ni de mapas, ni de las razones por las que los adultos se gritan y se matan. Pero algo dentro de ella se aprieta cuando ve imágenes en la televisión: niños corriendo entre humo, casas derrumbadas, gritos que no caben en la pantalla.
Su mamá cambia de canal. “No quiero que veas eso”, le dice, pero ya es tarde. El miedo se le metió por los ojos y ahora le vive en el pecho.
—¿Por qué les tiran bombas a los niños, mamá? —pregunta con la inocencia que también es sabiduría.
La madre guarda silencio. ¿Cómo se explica lo inexplicable sin quebrarse?
—Porque hay gente que cree que la tierra les pertenece más que la vida —responde al fin, casi en un susurro.
Romina no entiende del todo. Pero algo sabe: que hay un lugar llamado Gaza donde los niños no pueden dormir, donde el cielo lanza fuego en lugar de estrellas. Imagina a una niña como ella, escondida bajo la mesa, abrazando a su hermanito, esperando a que el ruido se detenga.
En 2018 pinté a Romina. Tenía el rostro de muchas niñas que aparecen en las noticias: con los cabellos revueltos por el viento de las explosiones, los ojos grandes y las manos alzadas. La imaginé con un vestido rojo, jugando entre ruinas, señalando el cielo como si lo que viniera del aire fueran mariposas, no misiles.
La pinté sobre periódico, porque las guerras casi siempre nos llegan así: impresas, lejanas, filtradas entre titulares que se acumulan como escombros. Pero debajo de cada cifra hay un cuerpo, un nombre, una historia. Esta obra nació cuando ya no pude seguir mirando sin hacer nada, cuando entendí que el arte puede ser también un acto de denuncia.
Desde octubre de 2023, el conflicto entre Israel y Palestina ha cobrado más de 38,000 vidas en Gaza, en su mayoría civiles. Según UNICEF, más de la mitad son niños. Al otro lado, familias israelíes también lloran a sus muertos, y miles de animales han quedado atrapados en el fuego cruzado. Hospitales destruidos, refugios bombardeados, y un futuro mutilado desde la infancia.
Y sin embargo, Romina sonríe.
No porque ignore la guerra, sino porque su sonrisa es resistencia. Porque, en medio de los edificios colapsados, aún juega. Como si en su pecho habitara una esperanza que se niega a morir.
¿Y nosotros?
¿Qué hacemos cuando vemos estas imágenes desde la comodidad de nuestro hogar? ¿Cambiamos de canal? ¿Le damos “me gusta” y seguimos deslizando el dedo? ¿Lloramos en silencio y seguimos con nuestra vida?
No es poca cosa sentir. Pero sentir no basta.
Desde México, podemos sumar: donar a organizaciones que brindan ayuda humanitaria, esterilizar y alimentar animales en abandono, educar a nuestras hijas e hijos en la paz, hablar del dolor con respeto y con arte. Cada acto de compasión es una barricada contra la indiferencia.
Romina y las bombas no es solo una pintura. Es una pregunta abierta.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que la infancia siga siendo sacrificada en nombre de ideologías, venganza o poder?
La guerra no tiene rostro, pero la paz sí. Y a veces, se parece mucho a una niña con vestido rojo que todavía cree que el cielo es un lugar seguro.