¡Y que se arma la posada! Así, sin anuncios rimbombantes ni fotos para presumir, en la calle Tres Guerras, en el Centro de Querétaro, el barrio volvió a hacer lo que sabe hacer desde siempre: juntarse.
Mi cuñado, Sergio Olvera —callado, culto, serio, de pocas palabras como los hombres que piensan más de lo que dicen— hizo tamales y ponche para 100 personas. ¡100! Ollas grandes, vapor espeso, manos pacientes. No cocinó para quedar bien con nadie. Cocinó porque sí. O mejor dicho, porque alguna vez —me dijo casi en voz baja— alguien le dio de comer cuando él lo necesitó. Y ahí entre cucharones y ollas se me hizo un nudo en la garganta. Porque hay historias que no se gritan, se cargan.
Se habían dejado de hacer tamales o tacos para la posada pues hace cuatro años falleció mi suegro, el que iba y venía por las ollas, el que atizaba el fuego para apoyar a su hijo que preparaba todo, vi la nostalgia en la mirada de mi suegra que se le cortó la voz cuando recordaba lo mucho que ayudaba, y es que cuando uno anda de luto no quiere hacer nada más que sobrevivir.
Mientras tanto, los vecinos se organizaban: unos llevaron aguinaldos para los niños —para los piojosos, como se dice en el barrio, sin burla, con ternura—, otros pusieron las piñatas, otra vecina hizo buñuelos, y el ponche corría de mano en mano, humeante, dulce, comunitario.
Y entonces estaba el nacimiento. Un mega nacimiento de tres pisos que instaló la señora Tere García. No era cualquier adorno navideño, no. Era memoria. Ella me contó que quien empezó ese nacimiento, poco a poco, comprando una pieza cada año, fue su hermano Héctor, quien era estilista, famoso, querido, un hombre sensible. Héctor perdió la vida de la peor manera: apuñalado por un pseudoamigo. No hubo justicia para él. Por cuestiones legales, el responsable salió libre. Así, seco. Como pasa tantas veces en este país.
Pero el nacimiento sigue creciendo. Año con año. Como si Héctor siguiera ahí, poniendo otra figura, otra lucecita, diciendo: “aquí sigo, no me borraron”. En el barrio la memoria no se archiva, se monta en la banqueta.
No fui a muchas posadas cuando era niña o, como muchas cosas, ya no recuerdo. Eso también es parte de mi historia. Pero ayer estaba ahí, repartiendo ponche y tamales, entrando —ya grande— a una tradición que no viví del todo, pero que hoy me recibe. Porque el barrio también adopta. El barrio no pregunta de dónde vienes, sino si te quedas.
Prometí regresar el próximo año con piñatas. ¡Palabra! Porque estas cosas no se dicen por decir. Se cumplen. Las tradiciones no sobreviven solas: alguien las carga, las cocina, las recuerda.
En tiempos donde todo se rompe fácil y la gente se encierra, una posada así es resistencia pura. Es decir: aquí estamos, seguimos juntos, seguimos dando de comer, seguimos celebrando, aunque duela, aunque falte alguien, aunque no haya justicia.
¡Que viva el barrio!
Porque mientras haya tamales compartidos, nacimientos armados con amor y calles que se convierten en mesa común, el Tepetate, San Pancho, La Cruz —y Querétaro— siguen vivos.
*Artista visual, escritora y terapeuta