Mudarse es morir un poco. Lo he sentido en el cuerpo. No como una herida, sino como una especie de desprendimiento: dejar atrás paredes que escucharon mis silencios, suelos que guardaron las huellas invisibles de mis pasos, ventanas que enmarcaron mis días. Es una muerte pequeña y cotidiana que me pide enterrar no sólo objetos, sino hábitos, rutinas, la forma en que la luz entraba a las cuatro de la tarde en la cocina y como nunca ocupe ese roof garden por el que me enamoré de esa casa.

Empacar es desenterrar, volver a tocar cosas que creí olvidadas, decidir qué se queda, qué se suelta. Y eso, aunque parezca trivial, duele. No por lo que se va, sino por lo que se transforma. Cada caja sellada es una despedida. Cada cinta adhesiva que se pega tiene el sonido de un adiós.

Mis gatos lo saben, antes que yo. Husmean el caos, olfatean el cambio. Se esconden, se irritan, se vuelven sombra. Cada uno reacciona distinto: Borges, el más valiente inspecciona las cajas como si fuesen enemigos; Sienna, la más temerosa, habita casi todo el tiempo debajo del cajón de mis pinceles, sale sólo a comer, beber y al arenero. Sus cuerpos perciben las rupturas antes de que ocurran. Y Vodka, mi perro labrador, me sigue con una lealtad muda, como si supiera que aunque el mundo se mueva, mientras estemos juntos, todo estará bien.

Hay una tristeza inasible que se queda flotando cuando ves por última vez un espacio que fue tuyo. La cocina que tenía una ventana horizontal por donde entraban nardos y hojas, el patio donde mi esposo colocó una malla para que no escaparan los gatos y donde bebíamos limoncillo con los amigos, no importa si era amplio o estrecho, si lo amé o lo padecí: fue el escenario de una etapa, un trozo de tu vida. Y dejarlo atrás es como arrancar una página que aún no termina de escribirse.

Pero también hay un temblor dulce en lo desconocido. Una promesa, un susurro: algo nuevo comienza. Y eso también es arte. Habitar un espacio virgen, imaginar cómo resonará tu risa en un cuarto vacío, proyectar tus días sobre paredes aún sin memoria. Hacer museografía en casa, que pintura le queda a cada muro, llegar a un lugar nuevo es empezar a soñarlo.

Como artista, vivo de los símbolos y mudarme es, inevitablemente, una metáfora. De renacimiento, de posibilidad, de tránsito. Es pintar sobre un lienzo ya usado, con capas que se cruzan, con manchas antiguas que aún hablan bajo la pintura fresca. No todo se olvida, algunas cosas se transforman. Los recuerdos viajan en los dobleces de la ropa, en los objetos que insistimos en cargar con nosotros aunque ya no sirvan.

Mi esposo, paciente y fuerte, sostiene los extremos de este puente que construimos entre lo que dejamos y lo que nos espera. Juntos tejemos hogar con lo que tenemos a mano: libros, plantas, tazas, nombres compartidos, la certeza de no estar solos. Y con nuestros compañeros peludos somos una caravana extraña y hermosa: cinco gatos, un perro grande y dos corazones humanos, intentando domesticar el vértigo de cambiar.

Cada mudanza me recuerda que pertenecer no es estar, sino habitar. Habitar es más que ocupar un espacio: es permitir que algo te toque, te transforme, te nombre. Y en cada nuevo lugar, hay una parte de mí que despierta diferente.

No dejo atrás un hogar. Lo llevo conmigo.

*Artista visual, escritora y terapeuta

Google News

TEMAS RELACIONADOS