Noviembre siempre huele a pan de muerto, a champurrado y a veces, para los más ansiosos del espíritu navideño, hasta a ponche. Los hogares se encienden con velas, inciensos, ofrendas y cempasúchil. Pero para mí, noviembre siempre huele a muerto… o a muerte.
No solo recordamos a quienes se fueron; también, como si el aire mismo quisiera reforzar el aroma de la pérdida, en estas fechas los fallecimientos duelen más. De un día para otro el altar se llena de nuevas fotografías, hay que poner más ofrendas… y llorar un poco más. Es ese dolor acumulado por los que partieron hace años y por los que se fueron este año, pero sobre todo, por los que se empeñan en despedirse en el mes de los muertos.
Yo nací en noviembre, y me gustaría también morir en noviembre. Sería el círculo perfecto de mi existencia: cerrar el ciclo para jamás volver, como diría Frida Kahlo.
Este mes murió mi consuegra, la señora Juana Bautista. Mujer de gran talante: alta, morena, con rasgos que narraban batallas de vida, trabajos continuos, y el pesar de la pérdida de sus sobrinos que murieron tan prematuramente. En sus brazos a veces se marcaba el cansancio de la ama de casa mexicana que carga sobre los hombros el peso de toda una familia. Y aun así, su carácter era amable, fresco, generoso. Fue una gran abuela para mis nietas; las amó pese a que la sangre no las unía. Era conocida en su barrio por vender las mejores empanadas y los mejores pasteles. Pasaba horas frente a los hornos que la acompañaron toda la vida. Crió, con paciencia casi devocional, a tres varones que pronto la superaron en estatura, pero que siempre la amaron como tres cachorros fieles.
Días después murió uno de los maestros más queridos de la plástica: Restituto Rodríguez.
El 7 de noviembre del 2022 celebré mi cumpleaños con una invitación de mis amigas Teresita Balderas y Araceli Ardón. Me llevaron a desayunar y a pasar la mañana con el maestro Restituto, quien, a sus 91 años, nos recibió en su casa. No pude dormir la noche anterior pensando en todo lo que quería preguntarle. Quería meterme en su cabeza, abrirla como una mandarina y extraer esa creatividad tan suya, esa forma elegante y silenciosa de pintar.
Nos recibió con café y desayuno. Su manera de hablar, tan sencilla y modesta, me provocó una ternura enorme. Él mismo no se daba cuenta de que, frente a mí, sentado en esa mesa tan bonita con su caballete al centro de la sala y un boceto descansando en él, estaba un gigante.
Un narrador de mundos.
Un tejedor de símbolos.
Un hombre cuya obra era un libro abierto para quien supiera leerlo.
Pero él, a diferencia de otras figuras sagradas del arte, no apreciaba en lo más mínimo sentirse como lo que era.
Le llevamos un tequila Hornitos, que compartimos con él ya entrada la tarde.

