La nostalgia es un huésped que llega sin avisar. Se sienta a nuestro lado en medio de la tarde, cuando una canción suena, cuando una fotografía aparece, cuando un olor despierta algo dormido en la memoria. Extrañamos lo que tuvimos, lo que fuimos, lo que soñamos y, a veces, incluso lo que nunca existió.
En la consulta, la nostalgia aparece con frecuencia disfrazada de tristeza. Madres que extrañan la infancia de sus hijos, cuando todo era risas y abrazos pequeños. Hombres que recuerdan a su primer amor con la certeza de que nadie volvió a mirarlos de la misma manera. Mujeres que anhelan los juegos en la calle, las amistades que parecían eternas, la sensación de libertad que parecía no tener final. También está la nostalgia más dolorosa: la de quienes nunca tuvieron lo que merecían —un padre amoroso, una madre presente, un hogar seguro— y sienten el hueco de lo que jamás se les dio.
Hay quienes sienten la dulzura de recordar un tiempo luminoso y sonríen entre lágrimas. Lo que se mueve en el fondo es el anhelo de pertenecer, de haber sido vistos, de haber amado y haber sido amados.
He escuchado personas que extrañan su propia risa. Otros que lloran por el entusiasmo que tenían cuando eran jóvenes y que, con los años, se fue apagando bajo responsabilidades y pérdidas. Algunas me dicen que extrañan la ingenuidad, esa manera de entregarse sin tanto miedo, de confiar sin cálculos. Y muchos, en silencio, cargan con la nostalgia de un ideal: la pareja que nunca llegó, la familia que no supo cuidar, los sueños que quedaron archivados en algún rincón del corazón.
Pero si escuchamos con atención, la nostalgia no solo habla del pasado. Habla del presente que pide algo. Extrañar a los hijos cuando eran pequeños puede ser, en realidad, una invitación a acercarse hoy a ellos desde otra forma de amor, más adulta pero igual de cálida. Extrañar a las parejas pasadas es a veces un recordatorio de que necesitamos volver a sentirnos vivos en la intimidad. Extrañar la libertad perdida puede ser una llamada a abrir espacios, aunque sean pequeños, para recuperar nuestra propia voz.
La nostalgia de lo que nunca existió quizá sea la más compleja, porque no hay recuerdos que la sostengan, solo vacíos. Sin embargo, también allí puede nacer algo: la posibilidad de darnos a nosotros mismos lo que otros no supieron darnos. Ser el padre amoroso que nunca tuvimos, la madre comprensiva que nos hizo falta, la pareja que se acompaña con ternura. En la vida adulta, tenemos la oportunidad de gestar esas figuras internas y, desde ahí, construir relaciones más sanas.
Al final, la nostalgia no busca que regresemos atrás. Nos visita para que miremos hacia dentro, para que reconozcamos lo valioso, lo perdido y lo posible. Quizá no sea un sentimiento para combatir, sino para escuchar. Porque entre suspiros y silencios, nos revela de qué está hecha nuestra historia y hacia dónde necesitamos caminar.
Y entonces, en lugar de quedarnos atrapados en el “ya no está”, podemos preguntarnos: ¿qué de todo aquello que extraño puedo sembrar aquí y ahora? Tal vez ahí esté el verdadero sentido de la nostalgia: mostrarnos que todavía hay caminos por recorrer y amores por crear, incluso con nosotros mismos.
Los dejo, voy al cine sola, porque lo que mas extraño… Es estar solo conmigo misma.
*Artista visual, escritora y terapeuta