Todos crecimos con la idea de que los monstruos se escondían debajo de la cama o detrás de la puerta del clóset. La infancia nos enseñó a temerle a lo oscuro, a las figuras borrosas que aparecían en la noche, a lo que no podíamos nombrar. Pero con el tiempo descubrimos que los monstruos verdaderos no son criaturas fantásticas, sino realidades humanas capaces de marcar una vida entera.

Uno de esos monstruos más complejos y silenciosos es la figura de la madre narcisista. Lejos del ideal materno, este tipo de madre suele colocarse en el centro absoluto de la familia, exigiendo obediencia y lealtad incondicional, incluso a costa de los vínculos entre hermanos, tíos o primos.

La dinámica que crea es devastadora: la familia se organiza en torno a ella como un ejército sumiso, y cualquiera que intente desafiarla se convierte en un enemigo, un traidor, alguien a quien se le retira el derecho a pertenecer.

El daño es profundo, porque no solo se trata de una relación difícil entre madre e hijo, sino de un entramado familiar entero que se rompe. El hijo o hija señalado suele quedar aislado: sin hermanas, sin tíos, sin clan. No por decisión propia, sino porque la lealtad hacia la figura materna exige cortar lazos con quien no se pliega a sus reglas. Así, los días festivos —que en teoría deberían ser momentos de encuentro y celebración— se transforman en recordatorios dolorosos de una exclusión impuesta.

Quien ha vivido este tipo de dinámica comprende lo que significa el silencio en medio de la fiesta.

La soledad no proviene de no tener a nadie alrededor, sino de haber sido expulsado del lugar donde se suponía que debía habitar la pertenencia. Dormir temprano en un día de celebración familiar puede parecer una anécdota trivial; sin embargo, encierra la herida profunda de haber sido despojado de un derecho básico: el de compartir vida con los suyos.

Sin embargo, es importante reconocer que estos monstruos no solo destruyen: también revelan.

Obligan a quienes han vivido bajo su sombra a encontrar dentro de sí mismos la fuerza que la familia les negó. A falta de un clan, surge la posibilidad de crear uno nuevo: amistades profundas, parejas amorosas, comunidades de afinidad que, poco a poco, sustituyen lo que la sangre no pudo dar.

La pregunta, entonces, no es si los monstruos existen, sino qué hacemos con ellos. Se pueden negar, intentar ocultar bajo la alfombra, fingir que no tienen nombre. Pero en el silencio se vuelven más grandes. La experiencia muestra que lo único que los vuelve manejables es la capacidad de mirarlos de frente, nombrarlos y reconocer el poder que han tenido en nuestras vidas. Nombrar al monstruo no lo destruye, pero lo hace habitable.

En ese sentido, los monstruos familiares son también maestros involuntarios. Nos recuerdan que no todas las heridas cierran, pero sí pueden transformarse. Nos enseñan que la soledad, aunque dolorosa, puede convertirse en espacio de autoconstrucción. Y nos muestran que la pertenencia no siempre viene dada, sino que se elige y se teje con paciencia, fuera de los límites de la familia biológica.

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