Esmeralda Neresis

La importancia del padre y cómo sanar su ausencia

Hoy sé que la ausencia de mi papá me marcó, pero no me define. He aprendido a ser mi propio sostén, a darme el amor y la presencia que me faltó

El papel de un padre en la vida de una persona va más allá de estar físicamente presente. Su amor, cuidado y guía influyen profundamente en cómo nos vemos a nosotros mismos y en cómo nos relacionamos con los demás. Cuando un padre se va, especialmente de forma repentina y sin explicación, el impacto puede sentirse durante muchos años.

Cuando tenía 10 años, mi papá se fue a Estados Unidos y nunca más supimos de él. No hubo despedida ni respuestas. Sólo se fue. Al principio no entendía por qué. Con el tiempo, me di cuenta de que ese abandono me dejó muchas dudas y un dolor difícil de explicar. Me hizo desconfiar, especialmente de los hombres. Me costaba creer que alguien pudiera quedarse, que alguien realmente quisiera estar.

Ese tipo de herida no desaparece sola. Por mucho tiempo intenté ignorarla, como si no me afectara. Pero el abandono se manifestaba en mis relaciones, en mis miedos, en la forma en que me vinculaba. Fue entonces cuando entendí que necesitaba sanar, y comencé un camino de trabajo interior que aún continúa, pero que ya no me pesa como antes.

Sanar la herida del abandono no es un proceso fácil ni rápido, pero sí es posible. Algunos pasos clave en este camino son:

Reconocer la herida: Aceptar que existe, que duele y que ha influido en nuestra forma de ser. Dejar de minimizarla o sentir culpa por tenerla.

Observar nuestros patrones: Identificar cómo el abandono se refleja en nuestras relaciones y decisiones. Preguntarnos si tememos que los demás se vayan, si buscamos aprobación o evitamos la cercanía.

Conectar con nuestro niño interior: Escuchar a esa parte de nosotros que quedó congelada en el dolor. Validar su tristeza, su enojo, su miedo. Abrazarla con amor y sin juicio.

Cambiar creencias dañinas: Dejar de creer que no somos suficientes, que no merecemos amor o que siempre nos dejarán. Empezar a reemplazar esas ideas por otras más sanas y reales.

Poner límites: Aprender a proteger nuestro bienestar emocional. Decidir con quién sí queremos vincularnos y con quién no, desde el amor propio, no desde el miedo.

Buscar apoyo: A veces sanar solos es muy difícil. Pedir ayuda terapéutica o emocional no es debilidad, es valentía.

Cuidarnos activamente: Empezar a tratarnos con ternura, paciencia y respeto. Cuidar nuestro cuerpo, nuestras emociones, nuestros pensamientos.

Reconocer nuestros avances: Agradecer cada paso que damos, aunque sea pequeño. Honrar el esfuerzo de seguir adelante.

Hoy sé que la ausencia de mi papá me marcó, pero no me define. He aprendido a ser mi propio sostén, a darme el amor y la presencia que me faltó. La herida sigue ahí, pero ya no duele igual. Ahora forma parte de mi historia, no de mi condena.

Como adultos, tenemos la responsabilidad de no repetir lo que nos hirió. Podemos transformar ese vacío en conciencia, ese dolor en fuerza. Ser los adultos que necesitábamos cuando éramos niños. Y sobre todo, aprender que sanar es un acto de amor profundo hacia uno mismo.

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