Guillermo del Toro vuelve a recordarnos que el cine puede ser una plegaria. Frankenstein, su más reciente obra, no es sólo una reinterpretación de un clásico, sino un acto de ternura hacia lo que la humanidad suele rechazar: la diferencia, la sensibilidad, la vulnerabilidad. En su mirada, el monstruo no nace del pecado ni de la ciencia desbordada, sino del abandono, del amor negado, de la herida que deja la exclusión social y la del padre.
Kenneth Branagh, en su versión de Frankenstein (1994), apostó por el exceso y la pasión desbordada. Su película es un homenaje al romanticismo trágico: cuerpos que arden en deseo, ciencia que se confunde con ambición, un creador que busca redimirse a través del fuego y la muerte. Su criatura —interpretada por Robert De Niro— encarna la desesperación de quien anhela amor pero sólo conoce el rechazo. En Branagh, el horror proviene de la culpa y del castigo, del intento humano por jugar a ser Dios y fallar en el intento. Es una tragedia clásica, casi operática, donde la emoción se desborda como un torrente.
Guillermo del Toro, en cambio, transforma la historia en una elegía. Su Criatura no grita: susurra. No busca redención a través del sufrimiento, sino a través del perdón y la gratitud. En su universo, la monstruosidad no es pecado, es herida. Su criatura no sólo refleja el horror de ser rechazado, sino la posibilidad de sanar lo irremediable. Donde Branagh mostraba el fuego, Del Toro muestra la luz. Donde el primero exaltaba la culpa, el segundo invita a la compasión.
Simbólicamente, Frankenstein es una parábola sobre la paternidad, la creación y la responsabilidad afectiva. El científico que da vida a su criatura porque incluso la creación no se le dota de ningún nombre y desde ahí busca despersonalizarla y arrebatarle su derecho a la humanidad, Frankenstein no es sólo un creador fallido, sino un espejo de la humanidad que teme amar lo que no puede controlar. Del Toro nos muestra que el verdadero horror no está en la carne remendada, sino en la incapacidad de sostener con ternura lo que nace de nosotros, sea un hijo, una idea o una emoción.
Pero en el fondo, Frankenstein habla de algo aún más profundo: la redención de lo que no se puede cambiar. Nos invita a reconciliarnos con las partes de nosotros que fueron mutiladas por el dolor, a perdonarnos por lo que hicimos o no pudimos hacer, y a vivir con amor y gratitud incluso dentro de las cicatrices. Porque hay belleza en lo roto, y hay luz en lo que la vida no puede enmendar.
El perdón se convierte en el pulso invisible de la historia: perdonarse a uno mismo, perdonar al creador, perdonar al mundo que teme lo que no entiende. Y en ese acto silencioso, la película plantea su gran pregunta: ¿quién es realmente el monstruo?
¿Aquel que se ve distinto o el propio ser humano, que se cree perfecto y es capaz de destruir por miedo a lo desconocido?
Artísticamente, la película es una sinfonía visual. La fotografía, las texturas, el vestuario y la dirección de arte construyen un universo que respira con la cadencia de un cuento oscuro y una oración al mismo tiempo.

