Cuando la lluvia se lleva todo… menos la memoria
Las lluvias no sólo arrasan con casas, calles o pertenencias. Arrasan también con las certezas, los recuerdos, los vínculos más frágiles y las esperanzas más recientes. En los barrios donde las casas se levantan con esfuerzo, entre tabiques pobres y techos improvisados, cada gotera es una amenaza y cada tormenta, una sentencia.
En 1980, en el cerro de Rancho San Antonio, la lluvia trajo más que agua: trajo una roca de ocho metros que casi destruye nuestra vida entera. Apenas habíamos comenzado a recuperar lo que mi padre se llevó al marcharse: camas oxidadas intercambiadas en el tianguis, una televisión vieja comprada con esfuerzo, y sobre todo, la ilusión de una estabilidad posible.
Recuerdo esa noche como si aún estuviera temblando bajo el peso de la roca. La lluvia entró por debajo de la puerta, la casa tembló, las puertas se desprendieron y el lodo invadió cada rincón. Abrazadas a mi madre en la cama, con la sábana amarrándonos para no perdernos, supimos lo que era el miedo absoluto: no a la muerte, sino al olvido, al abandono, a la certeza de que nadie vendría.
Pero vinieron. Los vecinos, los soldados, los hombres con picos y palas. Algunos nos sacaron en brazos, otros limpiaron el lodo con sus propias manos. No quedó nada, ni muebles ni juguetes. Sólo una promesa rota y una infancia truncada.
Mi muñeca, Paquita, fue arrastrada por la corriente. La busqué entre el lodo durante días, hasta que un soldado que no era mi padre —pero que me ofreció un nuevo comienzo— me dio otra muñeca, con vestido azul y mirada nueva.
El impacto psicológico de una inundación no termina cuando el agua se va. Se queda incrustado en la piel, en las costras del silencio, en la mirada de los niños que duermen con los zapatos puestos “por si hay que correr otra vez”. Se aloja en las madres que aprenden a vender en el mercado, a levantarse del abandono y a fingir fortaleza mientras huelen a café recién hecho y ocultan el temblor bajo el rimel.
Muchas veces, la ayuda institucional llega tarde, pero el tejido humano aparece primero: vecinas que te dan un lugar para dormir, señoras que prestan cobijas, señores que ofrecen un pan con frijoles. Lo que la tormenta no se lleva es la dignidad que sobrevive en comunidad, y la capacidad de los niños para jugar con cualquier pedazo de esperanza.
Las lluvias nos hacen damnificados, pero también nos hacen testigos del abandono estructural, de la pobreza olvidada y de la desigualdad geográfica. Nos enseñan que vivir en el cerro no es sólo una condición geográfica, sino también emocional. Allá arriba, donde las patrullas no suben y los servicios no llegan, cada tormenta es un examen de resistencia espiritual.
Hoy, décadas después, recuerdo aquella noche con los ojos inundados, pero no de lluvia: de memoria. Porque ser damnificado es algo que se supera materialmente, pero se carga emocionalmente durante años. Y en la reconstrucción no sólo hay que levantar muros, sino también las almas. Y eso, pocas veces se ve.
*Artista visual, escritora y terapeuta