Desde niña recuerdo estar todo el tiempo previendo lo que podía pasar: cerrando las ventanas para que no se metieran los mosquitos, adelantándome a hacer la limpieza para que no me regañaran, dejando mis libretas y uniformes listos un día antes. Me obsesionaba limpiar mis cajones continuamente, pues me daban miedo las arañas que bajaban del cerro a resguardarse en casa. Mi mente estaba siempre atenta, siempre en guardia, como si el mundo fuera un espacio lleno de amenazas invisibles que había que controlar con anticipación.

De adolescente, las cosas no cambiaron mucho. No toleraba los gritos, ni el ruido de los trastes al lavarlos. Me abrumaba la idea de los horarios, de ser puntual para todo, como si fallar un minuto me convirtiera en alguien irresponsable o indigno de confianza. Y, sin embargo, paradójicamente, mi cuarto siempre era un desastre, un caos que parecía reflejar lo que pasaba dentro de mí: un torbellino de preocupaciones y pensamientos desordenados.

Hoy, cuando escucho estos casos en sesiones, no me resultan ajenos. La ansiedad tiene mil formas de presentarse: a veces es un corazón acelerado, otras un nudo en el estómago, un temblor en las manos o un miedo difuso a lo que viene. La ansiedad nace de la necesidad de prever, de anticipar peligros, de creer que podemos controlarlo todo. Su causa no siempre es una sola; es una mezcla de predisposición biológica, experiencias de infancia, exigencias familiares y sociales, y también de la manera en que aprendimos a relacionarnos con el miedo.

Los médicos suelen decir que la ansiedad tiene que ver con un desequilibrio en la forma en que nuestro cerebro regula las respuestas de alerta. Se activan de más los sistemas que nos preparan para defendernos, incluso cuando no hay un peligro real. Por eso, a veces el abordaje médico incluye tratamiento farmacológico: ansiolíticos o antidepresivos que ayudan a estabilizar la química cerebral. No se trata de volver dependiente a la persona, sino de darle un respiro.

Pero no basta con la medicina. La ansiedad pide también un trabajo diario, un encuentro paciente con uno mismo. Hay técnicas sencillas que parecen pequeñas, pero que, con constancia, abren caminos. La respiración consciente, por ejemplo, es una puerta. Cuando el corazón corre más rápido que el pensamiento, detenerse y respirar profundo tres o cuatro veces, dejando que el aire entre lento y salga aún más despacio, puede devolvernos al presente.

Otra herramienta es el anclaje: elegir un objeto, un olor, un color, algo que podamos tocar o mirar cuando sentimos que nos perdemos en la tormenta interna. Ese objeto se convierte en un recordatorio de que estamos aquí y ahora, de que no somos el miedo, sino alguien que puede observarlo sin ser devorado por él.

*Artista visual, escritora y terapeuta

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