Explorar la identidad en la adolescencia ya es un reto; hacerlo desde la diversidad sexual y de género, implica atravesar silencios, resistencias y a veces, dolor. Pero también florece la fuerza, la ternura y la posibilidad de ser quienes somos.
La adolescencia es un viaje complejo. En ese vaivén de cambios físicos, emocionales y sociales, los adolescentes comienzan a esbozar quiénes son. Para quienes se identifican como LGBTQ+, este proceso suele estar acompañado de desafíos adicionales: la autoaceptación, la búsqueda de un lugar seguro, la mirada del otro, y a veces, el dolor de la exclusión.
Explorar la identidad sexual y de género en un entorno que no siempre comprende —ni acoge— puede generar confusión, miedo o silencios prolongados. Muchos adolescentes comienzan este camino desde la duda o el aislamiento, preguntándose si está bien sentir lo que sienten o ser quienes son. Algunos, especialmente quienes se identifican como trans, enfrentan además una fuerte disonancia entre lo que sienten y lo que la sociedad espera que sean. Esta distancia puede derivar en disforia de género, pero también en coraje: ese que empuja a buscar congruencia entre el ser interno y la expresión externa.
En este proceso, la autoaceptación no es una meta menor. Requiere fuerza y, a veces, contracorriente. Porque aceptar una identidad que ha sido invisibilizada o estigmatizada, implica resistir. Implica también mirar con ternura hacia dentro y sostener la propia historia cuando otros no quieren escucharla.
El entorno juega un papel decisivo. La aceptación familiar puede ser un refugio o una herida. Las familias que abrazan a sus hijos LGBTQ+ les regalan una base de seguridad emocional, mientras que aquellas que los rechazan abren caminos de dolor que muchas veces se traducen en problemas de salud mental, abandono escolar o incluso situaciones de calle.
Los amigos también son parte crucial de esta red afectiva. En la adolescencia, los lazos entre pares son puentes hacia la pertenencia o abismos de exclusión. El apoyo de compañeros reduce el impacto del rechazo y fortalece la autoestima.
Las escuelas y comunidades tienen la responsabilidad de educar desde la inclusión. No basta con no discriminar; es necesario crear políticas activas que respalden la diversidad sexual y de género. Clubes estudiantiles, formación docente, protocolos contra el acoso: todo suma cuando se trata de ofrecer un espacio seguro donde ningún adolescente tema mostrarse tal como es.
Pero, a pesar de los avances, la discriminación persiste. Desde el acoso escolar hasta la violencia física, desde los prejuicios institucionales hasta la negación de servicios básicos.
*Artista visual, escritora y terapeuta