Para muchos militantes del PAN está aún fresca aquella asamblea nacional donde Javier Corral, hoy gobernador de Chihuahua, tomó la tribuna y entendiendo el enfrentamiento, ya en esas épocas, entre la militancia y dirigencia, propuso que fuera la primera quien eligiera a la segunda, para dejar así de ser una facultad exclusiva de una cúpula representada en el Consejo Nacional y los Estatales. Era en cierta medida una manera de devolverle derechos a los panistas, a quienes ya se les había arrebatado prácticamente la posibilidad de votar por sus candidatos como lo hacían en otros tiempos.
Pero lo que en aquel momento pareció un triunfo para la democracia interna del blanquiazul se enfrentó pronto a la realidad, un padrón en manos de pocos y cuyo control está, en su mayoría, en manos de gobernantes, dirigentes y caciques partidistas. Acción Nacional había sido por décadas referente por su método de selección de candidatos, pero el poder empezó a viciar a sus electores internos. Los padrones aumentaron descomunalmente, impulsados por personajes que querían ser candidatos a algo, visualizaban el distrito, municipio o estado, para lo que sumaban adeptos que se convertirían en panistas activos, independientemente de si tenían alguna convicción con la doctrina del partido humanista que fundó Manuel Gómez Morín.
Pero no sólo los que querían ser candidatos empezaron a trabajar en las afiliaciones. Otros militantes, que no se sentían con el perfil para ser candidatos, le entraron también al juego de meter al partido a cuantos podían, para hacerlos militantes con derecho a voto en las convenciones y asambleas. Así es como se dieron algunos de los casos más extraños de hacinamiento: cincuenta o más personas viviendo en un mismo domicilio, según el padrón interno. Esos votos serían luego canjeados por puestos de gobierno.
Así también, líderes identificados con otras fuerzas políticas, no se quisieron quedar fuera. Atentos al método interno del PAN procedieron a afiliar personas masivamente en zonas rurales o populares, donde se les “invitaba” a ingresar al PAN a cambio de apoyos como despensas, láminas o tinacos. Posteriormente los operadores acudían a negociar con los potenciales candidatos panistas, jactándose de su peso político con los talones de ingreso de militantes como prueba y de ahí, el chantaje: o me das, o mis votos se irán con tu rival. Comenzaba, muchas veces, una burda subasta.
Las prácticas descritas, contrarias a la esencia de Acción Nacional, dieron el pretexto perfecto para adoptar las designaciones como el método predilecto para elegir candidatos y, con esto, el partido se fue al otro extremo, la negociación de unos pocos para repartirse cargos e imponer a quienes aparecerían en las boletas, sin importar perfiles, sólo filias grupales. De esta forma, se vetó a los que no eran parte del grupo en control del partido.
Se necesitaba de alguna manera disimular los dedazos, para lo que se inventaron metodologías, entre ellas encuestas mandadas a hacer para que cada aspirante, o sus padrinos, justificara su pretensión, sin mediar en muchos casos un análisis de fondo, y sin tomar en cuenta, ni siquiera de como indicativo, a una militancia cada vez más lejana de sus propios representantes.
La nueva dirigencia del PAN tendrá el reto de volver a hacer atractivo al partido. Primero, para su propios militantes y, también, para los ciudadanos antes simpatizantes que perciben un partido dividido y desdibujado ideológicamente. Deberá haber un liderazgo capaz de reconciliar la democracia interna sin ignorar los vicios enquistados en la militancia, que en varios lugares es reflejo de intereses particulares y no de convicciones por los ideales. Si la división y lucha por lo que queda del partido agrava la situación, el PAN podría estar destinado a dejar su lugar a partidos emergentes que puedan representar mejor a las clases medias, los jóvenes y la visión de derecha que tan importante es para México.