Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, llamándolo a la existencia por amor y, al mismo tiempo, al amor.

La revelación cristiana conoce dos modos de realizar integralmente la vocación al amor: el matrimonio y la virginidad. Ambos son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su “ser imagen de Dios”.

En consecuencia, la sexualidad mediante la cual, el hombre y la mujer, se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona como tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, sólo cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.

El único “lugar” que hace posible esta donación total es el matrimonio; es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado.

La institución matrimonial no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, ni la imposición intrínseca de una forma, sino una exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios creador; esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y relativismo y la hace partícipe de la sabiduría creadora.

El amor es esencialmente don, y el amor conyugal a la vez que conduce a los esposos al recíproco “conocimiento” que les hace “una sola carne”, no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual, se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona. De este modo, los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo; reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y la madre.

Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, “del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra”.

Incluso, cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, por ejemplo: la adopción, las diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos.

Los conceptos anteriores son, en mi opinión, algunos de los principales mensajes de la exhortación apostólica Familiaris Consortio del papa San Juan Pablo II, de 1981.

En esta exhortación, el Papa es reiterativo en afirmar que: “la institución matrimonial no es una ingerencia indebida de la sociedad o de la autoridad”, sino que corresponde a un designio del creador y que, en el respeto a este designio, está en juego el futuro de la humanidad: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!”

Reconocer la realidad acerca del hombre, de su origen y de su fin último, es algo indispensable en una sociedad que quiere ser democrática y que quiere el bien trascendente para todos.

Analista político y miembro del PAN. @ggrenaud

Google News