Payasos, futbolistas, entrenadores, actores, glorias del deporte y entretenimiento, espontáneos, empresarios fallidos, señoras y jóvenes de rancia alcurnia, la gran mayoría desempleados, neófitos y ocurrentes, pero todos con la falsa creencia de que son populares, porque tienen muchos amigos, son chistosos, salían en la televisión, posan con facilidad ante las cámaras, su mamá les dijo que eran guapos o simpáticos, o bien tienen miles de amigos y seguidores en las redes sociales, son los perfiles que penosamente engrosan las filas de los aspirantes a candidatos de los partidos políticos e independientes, en la cada día más devaluada democracia mexicana, y a quienes sorpresivamente veremos en las boletas electorales el 7 de junio, algunos, acompañando su nombre de apodos y alias, porque su nombre no le dice nada al electorado, o tal vez con fotografías de los comediantes, a los que hoy se los pelea la chiquillada, para hacerlos candidatos.
La popularidad ha sido desde los tiempos más antiguos, uno de los elementos fundamentales en el prestigio, ascenso, sostenimiento y vigencia de los políticos y gobernantes; sin embargo, la popularidad de los hombres y mujeres que han gobernado en este mundo había sido producto de sus hazañas bélicas, triunfos políticos, posiciones ideológicas y de su carácter atrevido —al momento de la toma de decisiones—, eran pues, hombres y mujeres de Estado, que en los momentos más complejos de la historia, se habían destacado por su valentía, inteligencia y sagacidad.
El grave problema es que hoy todas las características que durante miles de años nos dedicamos a buscar en nuestros gobernantes las hemos desechado de un plumazo, producto de la ignorancia, del hartazgo, de la indiferencia y hasta de la imposición mercadológica, que ha puesto en crisis la confianza de las sociedades en la actividad política. Pero el problema no es la política en sí misma, sino nosotros, que hemos creído en la falsa promesa de que ciudadanizar la actividad gubernamental nos llevaría a un nivel de mejoramiento en nuestra calidad democrática. Nada más falso, Bobbio denunció esta falacia liberalista desde la década de los 70 del siglo pasado, cuando describió las falsas promesas de la democracia, y Sartori lo ratificó, cuando desveló la sociedad teledirigida en la que hoy nos hemos convertido, y que tanto daño ha hecho a la vida política.
La política, como la medicina o la abogacía, es una actividad profesional, que requiere preparación, capacidad, experiencia y vocación. Nadie en su sano juicio dejaría que alguien sin estudios de medicina le practicara una cirugía mayor; ni pondría en manos de un leguleyo su vida, libertad o patrimonio si fuera demandado. Entonces, por qué nos empeñamos en dejar los asuntos del gobierno —que a todos nos atañen—, en manos de improvisados que los mueve más la ambición personal de conseguir un buen trabajo, que la vocación en los asuntos de la “cosa pública”. Y es que la semana pasada en Querétaro, PRI y PAN ya pusieron sobre la mesa, los nombres de sus precandidatos de unidad, que son los mismos que habrán de aparecer en las boletas, y que mucho dejan que desear, pues los hombres y mujeres que habrán de competir, con sus honrosas excepciones, caen en el supuesto de los simpáticos, espontáneos y neófitos.
Si vamos a elegir legisladores, pues entonces, que sean hombres formados, que tengan idea de que su función será la de hacer leyes y fiscalizar a los gobiernos estatal y municipales, y no la de andar repartiendo despensas, cobijas ni vendiendo verduras a bajos precios; para eso, mejor que se dediquen a trabajar en alguna institución de asistencia pública, que tanta falta hacen. Pero no les demos la facultad de actualizar el marco jurídico, porque para nuestra sociedad, el derecho debe estar por encima de toda sospecha, para desterrar la arbitrariedad y vivir en libertad compartida.
Días atrás, una persona que busca ser postulada como candidato, me dijo que después de muchos años, ya había encontrado su vocación, y que era la política; por eso iba a dejar su actual cargo de elección popular, para buscar otro más. Cuando le pregunté si su vocación sería la misma sin que le pagaran, ¿cuál cree usted que fue su respuesta? Sin duda, no fue la que usted y yo estaríamos esperando. Por ello, me atrevo a afirmar, que la política es una profesión y una vocación muy seria, que hay que alentar que ejerzan los hombres y mujeres preparados profesionalmente para ello.
Abogado y profesor de la Facultad de Derecho U.A.Q.