Durante décadas, el modelo democrático estadounidense se vendió al mundo bajo la figura de paradigma liberal, constructor y respetuoso del Estado de derecho. Con la llegada de Donald Trump por segunda vez a la Casa Blanca esta idea se desvaneció. En un ejercicio de mutación legalista, el presidente de Estados Unidos convirtió la excepcionalidad en regla y el decreto en dogma.
El ocupante de la Oficina Oval despliega órdenes a “diestra y siniestra”, ejecutando una forma de cesarismo posmoderno, sin atender ningún límite constitucional y reinterpretando su contenido como si se tratara de meras sugerencias. Trump gobierna firmando decretos. Desde su visión, firmar es mandar. Borró de su radar al poder legislativo y anuló al poder judicial. La declaración de más de 30 estados de emergencia revela el principio rector de su presidencia: la excepción como norma.
Desde los aranceles impuestos al mundo entero, la censura a las universidades, las redadas militares contra inmigrantes, la designación de grupos de narcotraficantes mexicanos como organizaciones terroristas para justificar la intervención, hasta el uso de las fuerzas armadas para atacar a Irán e iniciar una guerra, configuran la estrategia para supuestamente proteger a la nación estadounidense ante amenazas externas. Un andamiaje que no protege de nada sólo busca imponerse a todo mediante el ejercicio de la fuerza y la lógica militar.
El equilibrio de poderes que sostenía la arquitectura institucional estadounidense, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, fue absorbido por el cesarismo de Donald Trump. Ningunea al Congreso, ignora a los jueces, no negocia con los estados. Impone, humilla, despide y amenaza.
Una democracia sitiada aparece en este escenario. Los legisladores sólo observan, no legislan. Los jueces son desobedecidos y la justicia es un teatro de sombras sin consecuencia.
De manera similar, el federalismo –fundamento del constitucionalismo estadounidense– devino en papel desechable. La interlocución con los gobernadores no sólo desapareció, Trump los considera un obstáculo a destruir, como sucedió con las amenazas lanzadas al gobernador de California y el despliegue de marines en Los Ángeles para realizar redadas masivas contra inmigrantes.
Donald Trump parasitó a la democracia estadounidense desde adentro. Introdujo un gobierno edificado sobre la base del estado de excepción como rutina, principio de poder que todo sistema democrático permite, porque la emergencia es legal. Se trata de una democracia sitiada por el poder autoritario.
Cuando los tribunales pierden la capacidad para hacer cumplir la Constitución, el Congreso es incapaz de legislar ante la permanente invocación de poderes extraordinarios que impiden el curso de la legislación ordinaria, los medios de comunicación inundan el espacio público de la narrativa hegemónica, la sociedad está fracturada y el miedo organiza el silencio, se implanta el autoritarismo de la normalidad.
El peligro que se vislumbra es radical, como advirtió Hannah Arendt, “el totalitarismo moderno no llega con una irrupción violenta, sino con una adaptación progresiva del aparato del Estado al vacío moral”.
Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale