Charles Dickens escribió la novela “Tiempos difíciles”, publicada por primera vez en 1854. La obra se desenvuelve en plena revolución industrial y muestra la lucha entre las clases trabajadoras y las clases pudientes. Para estas últimas, la “realidad” estaba configurada únicamente por los hechos que permitían amasar la mayor riqueza en pocas manos.

Aunque el contexto que vivimos es distinto –dos siglos nos distancian–, la confrontación entre estas visiones del mundo permanece. Sin embargo, pensar de manera diferente no es un problema. Históricamente, el carácter conflictivo de la política ha permitido colocar en el espacio público las luchas sociales y avanzar en los derechos de las personas potenciando el acceso a la justicia.

La cuestión deviene difícil cuando lo que marca el ritmo de la vida colectiva es el ideal del progreso y el desarrollo tecnológico a toda costa. El momento en que la existencia de los seres humanos deja de importar y la depredación de la naturaleza se convierten en prácticas cotidianas, encaminadas a satisfacer la ambición de élites económicas y financieras, todo se pervierte.

A nadie sorprende que las semanas transcurren con noticias que describen formas de violencia cada vez más exacerbadas. Un conjunto de acciones inhumanas realizadas en nombre del “progreso y el avance tecnológico”. Todo esto mientras se producen víctimas y más víctimas.

Ciertamente, esta experiencia no es nueva. Para la mayoría es claro que la historia se sostiene sobre víctimas y escombros. Pero, a diferencia de otras épocas, hoy estamos frente al despliegue desmedido de la tecnificación de la vida. El ser humano está siendo desplazado por el dominio del paradigma del progreso técnico, científico y económico en el mundo entero.

Por ello, frente a situaciones inenarrables de violencia como la sufrida por Luz Raquel Padilla, madre y cuidadora de un niño autista de 11 años, quien fuera atacada por cuatro personas la noche del pasado 16 de julio, quienes la rociaron con líquido inflamable y le prendieron fuego provocándole la muerte, se convierte en una noticia que causa horror en la población, pero solo por cinco minutos. Rápidamente el espectro social, político y económico se recompone y se tranquiliza diciendo: “No pasa nada, este es el precio del progreso”.

Es innegable que la tecnología amplía las posibilidades de diálogo e interrelación entre comunidades de cualquier índole. Incluso, es posible afirmar que se establece, en cierto sentido, un vínculo intrínseco de conexión e interacción entre tecnología y democracia. Sin embargo, el hombre en plena era de la técnica, corre el peligro de quedar cegado por el pensar técnico calculador, a tal punto de convertirlo en el motor “justificado” de la barbarie.

La realidad es algo más que lo fáctico, a diferencia de lo que afirmaba el señor Gradgrind, poseedor de colegios y fábricas en la novela de Dickens. Hoy, es preciso interrumpir la violencia sobre la que se ha edificado la riqueza de unos cuantos, un bienestar soportado en la permanente producción de víctimas. Detener esta atrocidad, sí prefigura la realidad más real de lo real.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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