Opinión

Ciudadanía y su síndrome de Estocolmo

28/12/2013 |00:19
Redacción Querétaro
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El síndrome de Estocolmo es una reacción psicológica en la cual la víctima de un secuestro, o una persona retenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad y de fuerte vínculo afectivo con quien la ha secuestrado o vejado.

Esto se debe, principalmente, a que malinterpretan la poca o nula presencia de violencia (en un principio) contra su persona como un “acto de humanidad” por parte del secuestrador. O que la violencia a que son sometidos es justificada por los rehenes, solidarizándose con su agresor a través de un vínculo sadomasoquista.

Las víctimas que experimentan este síndrome típicamente muestran dos tipos de reacción ante la situación. Por una parte tienen sentimientos positivos hacia sus secuestradores (como justificación y comprensión al acto que realizan), mientras que, por otra parte, muestran miedo e ira contra las autoridades, personas o instancias que pudieran hacer daño a su victimario. A la vez, los propios secuestradores muestran sentimientos positivos hacia sus rehenes, como lástima, atención a los más desvalidos (niños, ancianos), entre otros.

En la bibliografía sobre el tema se mencionan varias posibles causas para tal comportamiento. Tanto el rehén o la víctima como el autor del delito persiguen la meta de salir ilesos del incidente o suceso, por ello cooperan en formas diversas y con grados altos de compromiso. Los rehenes tratan de protegerse, en un contexto de situaciones que les resultan incontrolables, por lo que tratan de cumplir los deseos de sus captores.

La pérdida total del control que sufre el rehén durante un secuestro es difícil de asimilar. Se hace más soportable para la víctima convenciéndose a sí misma de que tiene algún sentido, y puede llevarla a identificarse con los motivos del autor del delito. Si vemos de cerca todas estas características y las aplicamos a la relación entre la ciudadanía y la clase política gobernante, podríamos explicarnos el “éxito” con el que se realizan no sólo las reformas constitucionales, sino el actuar cotidiano de políticos en todos sus estratos. La ciudadanía se ha sometido a quién por ley debería servirle. Se ha invertido el orden del derecho y toda lógica del servicio público. La clase política entiende bien su papel de servirse, de tomar, expoliar lo que no es suyo, haciendo no sólo de los bienes públicos, sino que la gente esté a su merced.

Incluso la ciudadanía se somete servilmente a leyes que le criminalizan su posible protesta. Además de ensalzar a sus gobernantes, municipales, estatales y federales como servidores ejemplares y carismáticos, que deben ser siempre bien vistos, sin crítica y alabados por cualquier guiño que hagan a la sociedad. Ejemplos hay en extremo, que a través de la prensa, la radio y la televisión, forjan una imagen que es rápidamente consumida como una necesidad de sobrevivencia. Así las víctimas de la “política pública”, devastadora y forjadora de pobreza y hambre, sucumben ante los encantos de sus victimarios.

De esta manera el síndrome de Estocolmo es la reacción de un pueblo secuestrado, que se hace cómplice a través de un fuerte vínculo con los políticos que le han vejado. Se compromete con los actos de humanidad de su secuestrador. La violencia a que son sometidos, es justificada por los rehenes, solidarizándose con su agresor a través de mantener comprometido su voto a cambio de cualquier dádiva.

El síndrome genera sentimientos positivos hacia la clase política, mientras por otra parte muestran ira a la oposición o personas que cuestionan a las autoridades. Y la cleptocracia secuestradora muestra “sentimientos positivos” hacia el pueblo, como su atención a los más desvalidos (niños, ancianos), en campañas contra el hambre o de oportunidades.

En política, ya se sabe, la forma es fondo. Escandalizarse con todo esto es un verbo emparentado con la dignidad, que puede desatar tempestades, desnudar a los poderosos y desanudar mentiras.

Consejero electoral del IFE en Querétaro

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