Quiero que se vaya el dictador Nicolás Maduro de Venezuela, pero estoy en contra de una intervención militar estadounidense. Sé que mucha gente está en el mismo dilema. Más que un dilema, es una tragedia.
Los normalizadores de la dictadura venezolana —entre quienes se encuentran la Presidenta de México y sus partidarios— han tratado de arrinconar el debate sobre Venezuela planteando que si alguien está a favor de la caída del régimen dictatorial venezolano es porque está a favor del intervencionismo militar americano comandado por Donald Trump.
Eso es un chantaje que sólo le hace el juego a la dictadura.
Esta posición maniquea es un espejo invertido: los morenistas enamorados de Cuba y Venezuela —pero que se compran casas en Houston y departamentos en Nueva York— han pasado décadas oxigenando a la dictadura, propagando la intimidación moral con el argumento del intervencionismo. Ellos tienen en Maduro un camarada de ideología, un aliado que justifica todas sus tropelías, y en algunos casos, hasta un socio financiero. Un cómplice siempre. Sheinbaum está en contra de la intervención militar porque no quiere que caiga el dictador. La Presidenta no ha movido un ápice de energía en impulsar la democracia en Venezuela. No ha hecho la mínima exigencia. Hasta Lula, de Brasil, y Petro, de Colombia, no se diga Boric, de Chile, han sido más exigentes con Maduro. López Obrador y Sheinbaum, no.
Sin embargo, oponerse a una intervención militar no es un acto de simpatía con el régimen venezolano ni de complicidad con la izquierda radical antidemocrática mexicana. Es, en muchos casos, un simple ejercicio de memoria histórica. Las bombas no sólo caen en los Palacios y no sólo arrastran como víctimas a los poderosos: caen entre la gente y matan a la población civil. La promesa de democracia, cuando llega impuesta por la superioridad militar, suele dejar rotos a los países.
La caída del dictador Saddam Hussein en Irak dejó al país en manos de terroristas al grado que el modelo democratizador occidental sólo operaba en un pedacito de Bagdad: la zona verde. El derrocamiento de Muammar Gaddafi en Libia tiene aún a ese país en un pleito sangriento por el poder. A los talibanes de Afganistán les terminaron devolviendo su país 20 años después, hecho añicos, y para que condujeran una suave restauración de todas las prácticas que prometieron no repetir. ¿Qué garantiza que una intervención militar estadounidense para derrocar otra dictadura no termine condenando a Venezuela a ser el ejemplo más fresco del mismo experimento fallido? ¿Estamos frente a un escenario en el que la única salida a la mano resultará peor que el encierro?
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