En 1906, Antonio Machado publicó su poema Retrato, que dice: “Converso con el hombre que siempre va conmigo / —quien habla solo espera hablar a Dios un día— / mi soliloquio es plática con ese buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía”.
Casi todos tenemos la voz de ese buen amigo dentro de la mente. Las palabras del padre, los consejos de la madre, la enseñanza de un profesor o la letra de una canción pegajosa, que no sólo inocula un ritmo en nuestro cerebro, sino un concepto. La música popular es un reflejo de la educación sentimental de una época. Los autores más exitosos definen los conceptos de una sociedad específica: las historias de amor y sus ritos, las emociones vinculadas con el odio, la traición o la soledad. Casi todo lo que sentimos está en las canciones que escuchamos con frecuencia.
Las frases o palabras que resuenan en la cabeza (y que nadie más escucha) pueden ser muy simples: “Hay que comprar jabón”, “Es muy tarde, tengo que apresurarme”, y nos ayudan a alcanzar las metas de cada día: llegar a tiempo a una cita, hacer una llamada telefónica o entregar un reporte en la oficina. Mientras más complejas sean las frases, nos brindan un apoyo más eficiente, nos alertan de los peligros, nos permiten armar un esquema para dar una clase, escribir una tesis o hacer una propuesta de cambio en un proceso. Por eso, es importante tener un vocabulario amplio, con miles de palabras que enriquezcan el pensamiento y nos permitan elaborar párrafos complejos.
La doctora Helene Loevenbruck es una neurocientífica de la Universidad de los Alpes, que ha estudiado la voz interior. Explica que se crea en una red de neuronas cerebrales, que incluyen el lóbulo parietal inferior, el giro inferior frontal y la corteza temporal superior.
Para comprender cómo funciona, es necesario saber de qué manera los pensamientos se traducen en acciones. “Cuando realizamos una acción, por ejemplo, alcanzar un vaso con agua, nuestro cerebro elabora una predicción de las señales motoras específicas para la mano, y también genera una predicción sensorial de la orden. Antes de levantar el vaso, tu cerebro hace una predicción de lo que hará la orden motora, lo que significa que puedes corregir los errores posibles antes de cometerlos. El sistema es muy eficiente, y explica por qué los humanos realizan muchas acciones sin cometer errores”.
Algo muy curioso, explica Loevenbruck es que las personas sordas tienden a experimentar su voz interior en forma visual, imaginando señales hechas con las manos o leyendo los labios.
La voz interior no siempre se manifiesta con palabras. Muchas veces son representaciones abstractas de lenguaje sin sonido. Hay quienes dicen que su voz interior es como un radio prendido todo el día. Otros tienen una conversación consigo mismos en símbolos abstractos.
Loevenbruck afirma: “Estamos en el umbral de la neurociencia, que es la más resbaladiza de todas las ramas del conocimiento humano”. Me encanta esa metáfora. Imagino a los científicos tratando de llegar a conclusiones mientras trepan por el árbol de la investigación sin llegar a la rama que desean estudiar.
Por mis propias experiencias, inicié mi novela Josefa – muy señora mía, con este párrafo:
“Esa mañana, Septién tuvo que seguir su instinto, obedecer lo que su cerebro le exigía desde un recóndito lugar de la mente, donde nace la voz interior que da lugar a un monólogo que muy pocas veces se convierte en diálogo. La razón refuta lo que dice el sentimiento, pero carece de la firmeza suficiente para enfrentar los argumentos que mueven a ese complejo entramado, formado de recuerdos atados a la nostalgia y estructuras del pensamiento que llevan a la acción”.

