Cruzas la puerta de un hospital, entras a un tiempo sin tiempo. La vida cotidiana queda fuera: compromisos, compras, escuela, oficina, cine, cafés, encuentros con amigos y comidas con la familia. El pesado tráfico ya no es motivo de preocupación. La pirámide de las necesidades se invierte y la salud adquiere importancia vital.

El ritmo de los días se altera. Adentro, en quirófanos y salas, hay un universo paralelo, un mundo aparte, dedicado a la reparación de piezas rotas en el cuerpo humano, a recuperar el equilibrio de los órganos, la secreción de las glándulas y el flujo de la sangre con su ritmo normal, sístole y diástole en armonía, movimientos de metrónomo para regular la música de la mejor orquesta, nuestro ser físico.

Dentro de esos espacios de paredes blancas, se vive en un limbo suspendido en el aire, marcado por la esperanza: queremos recibir buenas noticias del laboratorio, con números que significan niveles de glucosa, presión arterial o frecuencia cardiaca.

La noche no es la noche de los demás mortales. Así como los casinos de Las Vegas tienen luz artificial 24 horas al día y el aire se renueva con oxígeno para que los jugadores sigan apostando a la ruleta, en los hospitales hay luz artificial todo el tiempo, que ilumina el reino de esos ángeles vestidos con prendas llamadas filipinas.

Los enfermeros realizan tareas heroicas; se acercan a las camas donde habita el anhelo de volver a la vida como la conocemos, aunque eso signifique volver al trabajo arduo y largos traslados en calles congestionadas. Médicos y asistentes miden los signos vitales con tal cuidado que llega a parecer afecto, porque a eso dedican su vida: a cuidar de los otros, los vulnerables.

Algo muy curioso ocurre cuando entramos por la puerta de urgencias: nos volvemos pequeños, indefensos, somos obedientes y estamos dispuestos a que nos suban a una camilla o silla de ruedas, y que nos lleven a donde los expertos digan. Entregamos el brazo, el cuello o la parte elegida por el médico para recibir el pinchazo de la aguja que va a introducir sangre o antibióticos disueltos en suero, calmantes que nos hagan dormir, anestesia para provocar un sueño profundo que nos impida sentir las maniobras de los cirujanos, esos seres valientes que a lo largo de los siglos han perfeccionado su oficio para prolongar nuestra existencia.

Al traspasar la barrera de los 50 años, más allá del ecuador de la vida, todos somos sobrevivientes de caídas, accidentes, partos, heridas y enfermedades. Superamos la pandemia del Covid-19. Nos felicitamos por ello, en largas horas que son propicias para la introspección profunda y para la gratitud por los haberes, haciendo un lado los deberes.

En la convalecencia, podremos salir poco a poco de la forzada pausa, al activar el botón de arranque de motores y volver a la rutina. De manera mágica, el sol parece más brillante y las flores más bellas. Parecemos los mismos, pero somos distintos. Llevamos en el pecho la invisible medalla que nos recuerda que hemos triunfado a pesar de la fragilidad del ser y hemos comprendido más a fondo el verdadero sentido de nuestro paso por el mundo.

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