Hace muchos años, conocí a una familia que vivía en una linda casa, en una zona elegante de la Ciudad de México. Tenían un yate en el que paseaban por largas temporadas, yendo de una marina a otra, por diferentes costas y países. El padre de familia no tenía un trabajo fijo, sino que administraba sus ingresos, que provenían de regalías derivadas de las patentes que había registrado
Era médico de profesión y en una estancia en algún hospital de los Estados Unidos, a mediados de la década de 1970 había comprobado la utilidad de las jeringas, sondas y otros materiales desechables. En México, se usaban jeringas de vidrio que se esterilizaban con agua hirviente o equipos semejantes. El doctor tuvo la visión suficiente para avizorar el uso que se podría dar a esos elementos de quirófano y consulta médica, así que llenó los formularios necesarios, hizo los diseños exigidos por las autoridades con algunas variaciones de lo que había visto, formó los expedientes y logró sus patentes.
Casi en seguida, los hospitales de la nación, tanto de medicina pública como de la privada, solicitaron a sus proveedores los implementos que el médico había patentado. A partir de ahí, todas las plantas mexicanas de fabricación de estos insumos tuvieron que pagarle por cada unidad de producción.
Tuve un tío abuelo que fue inventor de piezas y mecanismos para la Fuerza Aérea Mexicana. Hace un siglo, los aviones estaban en sus primeras etapas de desarrollo; los motores y partes no eran perfectos. El tío Cleónico se dedicó de lleno a solucionar problemas, fabricar lo que fuera necesario y mejorar sus inventos. A nivel doméstico, creaba artefactos para hacer la vida más fácil, como una carriola para bebés con diferentes compartimentos y un sistema que le permitiera plegarse.
Mi tío abuelo no patentó nada. Al inicio, porque era parte de las Fuerzas Armadas y sentía que todo su trabajo era para el bien de la patria. Después, porque sus creaciones tenían un destino hogareño, no pensó en mostrarlas a fabricantes de productos para la casa o el automóvil.
Otro caso que conmovió a la sociedad de Querétaro tuvo como protagonista a Salvador Herrera Tejeda, un profesor universitario que formó a varias generaciones en el Colegio Civil, antecesor de la Universidad Autónoma de Querétaro. Era profesor de inglés, pero sus enseñanzas iban más allá; su conversación era fascinante por la amplia cultura que tenía este ingeniero que inventó varios aparatos y mecanismos para barcos y aviones. En cuanto a los vehículos, propuso un motor impulsado por la presión atmosférica, el neumático sin cámara, el autobús de dos pisos y el limpiaparabrisas. Enrique y Jorge Landaverde publicaron su biografía, donde describen que Herrera, amigo de Henry Ford desde que ambos estudiaban su carrera universitaria en Harvard, le ofreció su invento a Ford, quien lo consideró superfluo e inútil. Por fin, el gran empresario se lo compró en dos mil dólares. Dicen los autores: “Al no existir convenio de compraventa, el inventor jamás pudo obtener el total de lo pactado”.
México ha ofrecido al mundo mil inventos que nunca fueron patentados; José Mustre, académico de Física Aplicada del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados, declaró hace tiempo: “Hay investigación de nivel mundial en algunas áreas, pero las empresas mexicanas no tienen capacidad para aprovecharla. Muchas patentes se pierden por su desinterés”.

