Hace tiempo, durante la gestión de una exposición de Gilda Roel, quien había tomado fotografías de personajes mexicanos, me encontré con un texto de Carlos Monsiváis que todavía resuena en mi mente: “¿Quién es el propietario de un rostro? En el caso de quienes cumplen un desempeño público (en la política, las artes, la vida intelectual y la literatura) los propietarios son, a fin de cuentas, sus espectadores, los ciudadanos, los oyentes, los lectores, los que sienten y/o resienten sus actos y sus obras”.
Nada más cierto: los seres humanos nos pasamos la vida deseando parecernos a alguien. Para lograr la penetración de la mirada de un actor, usamos maquillaje que resalte la forma de las cejas y su color; alargamos y endurecemos las pestañas, empleamos matices oscuros en los párpados para dar la impresión de que la piel se hunde y los ojos tienen más brillo, es decir, que somos más jóvenes que lo que dicen nuestros documentos de identidad. Los viejos tienen los párpados cóncavos, el cristalino opaco, las ojeras pronunciadas. Un toque de corrector en crema tiende a disminuir ese signo de la edad, y a medida que pasa la vida lo usamos con mayor intensidad, como si realmente recuperáramos la juventud al extender sobre nuestro cutis la base, la sombra y el lápiz que dibuja la boca.
Cuando adolescentes, fijamos nuestra atención en el rostro de un escritor o científico cuya obra tiene especial significado en nuestra carrera. Luego buscamos parecernos a él. Puede ser una serie de actos sutiles, imperceptibles: la emulación se manifiesta frente al mostrador de la óptica, buscando el armazón de los lentes que nos definan como el autor o investigador que deseamos ser. Los guerrilleros de café se dejan la melena del Che buscando trascender como Ernesto Guevara; los galanes de barrio de hace medio siglo se recortaban el bigote como Pedro Infante y Jorge Negrete.
María Félix enseñó a una generación entera a caminar con decisión, hablar con fuerza y levantar una ceja mientras miraba con fijeza al otro, que en muchos casos se convertía en adversario, porque la señora interpretó en el cine a Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, y se quedó para siempre con su personaje. Cuando la conocí, en la exposición de retratos de Antoine Tzapoff, la diva de la época de oro se aferraba a los últimos restos de una época gloriosa, cuando hacía llorar a Agustín Lara frente a los marfiles de su piano. Yo la sentí en verdad insoportable.
Los amantes del cine contemplan por horas las caras de las actrices más bellas, y no les perdonan cuando su expresión se altera con una cirugía no afortunada. Hay polémicas intensas sobre la transformación de artistas que han llenado nuestros vacíos con sus actuaciones, encarnando a personas que no existen pero que nos enseñan a enfrentar el infortunio, el dolor y la muerte. También son nuestros maestros en el arte de gozar, amar, viajar y crear.
Ellos, los famosos, también envejecen. Sus rostros dan cuenta de los años. Brigitte Bardot, de 82 años, el símbolo sexual de la mitad del siglo XX, todavía tiene seguidores que suspiran por la imposibilidad de haber conservado aquel rostro bellísimo de la francesa. Sus contemporáneas Ingrid Bergman y Marilyn Monroe siguen siendo hermosas porque están muertas: su rostro quedará para siempre como se mostraba en las fotografías y películas.
En otro párrafo del ensayo de Monsiváis, dedicado a Rogelio Naranjo, dice: “A partir de los treinta años toda persona es responsable de su rostro”. Nacemos con las características físicas que nos dieron nuestros padres y su carga genética. Digamos que Dios nos regala las facciones que tenemos de bebés. Después, al llegar a la madurez, cada quien define sus expresiones: el ceño fruncido, las arrugas que se despliegan de las comisuras de los labios, la sonrisa, todos estos movimientos de los músculos faciales acusan lo que sentimos en lo profundo. Son los transmisores del resentimiento, el rencor, los dolores que se van acumulando en las zonas oscuras. También, por fortuna, hay rostros que trasmiten paz, ojos llenos de luz, mejillas que se antoja besar.
“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
Jorge Luis Borges, epílogo de El Hacedor.