Cierra los ojos y enciende tu imaginación: “La luna se está peinando / en los espejos del río / y un toro la está mirando / entre la jara escondío. / Cuando llega la alegre mañana / y la luna se escapa del río / el torito se mete en el agua / embistiendo al ver que se ha ido”.

Todos tenemos a ese toro atrapado en el corazón, enamorado de la luna. Habitamos un cuerpo frágil que alberga a un ser poderoso, de fuerza descomunal, capaz de entrar a toda velocidad en el campo persiguiendo la brillante luz de un cuerpo celestial, ese satélite de la Tierra que nos subyuga cuando se refleja en la superficie del río, y entonces lo queremos atrapar para que nos bañe, dándonos aliento en la injusta batalla contra la adversidad.

Carlos Castellano fue un compositor cordobés nacido en 1904. Tenía el duende lorquiano trepado en un hombro, dictándole al oído la canción “La luna y el toro”, y con ella se volvió inmortal aunque haya muerto de 97 años en una casita malagueña frente al mar, donde vivió a plenitud su romance con la luna que jugaba con las olas en un frenesí eterno.

Nos fascina la luna. Desde tiempos inmemoriales nos quedamos por largo tiempo viendo ese círculo de plata que asoma entre los cerros del Este y se ve del doble de tamaño que cuando ha llegado al cenit horas más tarde. La luna es de todos, y nos hermana desde antes de que el hombre fuera Homo sapiens. (Arthur C. Clarke llamó “Moonwatcher” al homínido líder de la tribu que aparece en las primeras escenas de 2001 Odisea del Espacio). Al mirarla nos volvemos peregrinos de la Edad Media, hombres y mujeres de mirada plena de gratitud al caminar por la noche iluminada con la luz blanca y suave que domina los cerros y vuelve poetas a los hombres duros. La figura de la luna en el Nueva York del siglo XXI se levanta entre altísimos edificios y su embrujo humedece los ojos hasta que el sabor a lágrimas alcanza nuestros labios.

García Lorca, con su magia verde que te quiero verde, atrapó en sus versos a la luna lunera, cascabelera, la que nos pone a cantar y mueve nuestros pies con un ritmo primitivo y actual. Que viva por siempre Federico, que siga cantando y componiendo versos en la eternidad.

José Emilio Pacheco se asombra ante la inmensidad del universo en el agua: “Una gota de lluvia temblaba en la enredadera / Toda la noche estaba en esa humedad sombría  / que de repente / iluminó la luna”. Este poema destella fulgurante en la serie “El silencio de la luna”.

Lucía es una madre de familia que vive con una misión: cuidar a David, su hijo de quince años, que sufre de esclerosis múltiple y en lugar de correr tras una pelota en el campo de futbol o soñar con su compañera del laboratorio de Química, tiene un vértigo que le impide caminar por la calle, y un temblor constante en sus manos derrama la sopa desde la cuchara. Lucía deja a David en su cama, va a la cocina por la noche, se detiene, suspira: la luna hermosa se apropió de la ventana. Lucía la mira con embeleso y piensa: mañana será otro día.

“Al contemplar por vez primera la noche me pregunté: ¿será eterna? Quise indagar la razón del sol, la inconstante movilidad de la luna, la misteriosa armada de estrellas que navegan sin desplomarse. Enseguida pensé que Dios es dos: la luna y el sol, la tierra y el mar, el aire y el fuego, / O es dos en uno: la lluvia / la planta, el relámpago / el trueno”. José Emilio Pacheco.

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