Con emoción contenida, mi maestro Carlos Fuentes decía: “El ganador de la Guerra Civil Española fue México”. No le faltaba razón: más de 25 mil refugiados españoles se establecieron en nuestro país entre 1939 y 1942, la mayor parte durante la presidencia de Lázaro Cárdenas del Río, cuyo gobierno se mostró solidario con los combatientes y familias que necesitaban emigrar para salir del infierno que es toda guerra.

De todas las migraciones que han llegado a estas tierras, la española es la más entrañable, la más cercana a nuestro afecto, por mover las fibras del corazón, aunque los neurocientíficos definen al hipotálamo como el centro de control de las emociones. Según estudios genealógicos, unos cien millones de mexicanos llevamos en la sangre ascendencia española, a raíz de la Conquista realizada hace cinco siglos, y de las oleadas de inmigración que le sucedieron.

Según el INE, en 2023 vivían en México 27,885 habitantes nacidos en España.

Uno de los mexicanos naturalizados que mejor han hablado de los valores de esta nación se llamó Eulalio Ferrer. Era publicista, amante de los libros, coleccionista de arte y mecenas de cientos de creadores nacidos en el siglo XX. Fue un gran conversador y lograba conmover con su discurso de gratitud a las instituciones que hicieron posible el traslado de su familia a bordo del barco pesquero Santo Domingo, que arribó al puerto de Coatzacoalcos, Veracruz, el 26 de junio de 1940.

Este muchacho de veinte años, nacido en Santander, descendió de la nave sin nada en las manos: como sus padres y hermanos, había perdido la guerra. Al llegar a los campos de concentración de Francia también perdieron la patria, todos sus bienes materiales y la seguridad de tener comida que llevar a la boca.

En contraparte, trajeron consigo la convicción de que siempre se puede reinventar la vida, volver a comenzar, trabajar sin descanso hasta tener una casa, los muebles elementales y libros para encontrar respuestas a las grandes interrogantes.

Ferrer se dio a la tarea de dirigir una agencia de publicidad para el desarrollo de la industria de mediados del siglo XX. Apasionado del arte producido en esos años, adquirió obra de Raúl Anguiano, Pedro Coronel, Carlos Mérida, Antonio Rodríguez Luna y José Luis Cuevas, entre muchos creadores que recibieron su apoyo para montar exposiciones, imprimir catálogos y libros; también procuró la amistad de Octavio Paz, José Vasconcelos, Salvador Novo, Agustín Yáñez, Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Luis Spota, Fernando del Paso y otras cien plumas, entre los cuales forjó relaciones de afecto que incluían un apoyo decidido para que la literatura de México fuera reconocida en el mundo. En 1987, en Guanajuato, creó el Museo Iconográfico del Quijote, con una colección de piezas que Ferrer había adquirido a lo largo de los años y hoy es un espacio público, cedido al Gobierno del Estado.

Ferrer es un botón de muestra. Hay que indagar entre vecinos y conocidos cuáles son sus orígenes y nos encontraremos con que compartimos antepasados lejanos, raíces humanas que explican ese raro, preciado don llamado amistad.

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