Don Eugenio Sisto Velasco fue un mexicano excepcional: uno de esos seres humanos que alcanzan las metas que se proponen en varios planos de la vida familiar, el trabajo y la trascendencia.
Fue director de Finanzas de la Compañía Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey, cuando esta gran compañía era líder en el sector privado del país. Presidió el Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas y en sus últimos años creó y dirigió el Museo Franz Mayer, en la Ciudad de México.
Nacido en España, tuvo que emigrar con su familia a Francia y luego a México, que los acogió con calidez, bajo las órdenes de Lázaro Cárdenas. La valiosa aportación de este exilio al desarrollo de nuestra tierra llevó a Carlos Fuentes a decir que el verdadero ganador de la Guerra Civil Española fue México.
En Monterrey, a decir de Víctor E. Treviño, Eugenio Sistos mantuvo una amistad profunda con los señores Prieto: don Carlos, su hijo Carlos (el violonchelista) y Juan Luis, “quienes formaban un estupendo cuarteto de cuerdas junto con el violinista Roberto Ribera y Ribera”.
En la Ciudad de México, don Eugenio cultivó una amistad profunda con Franz Mayer, quien se consideraba “un mexicano nacido en Alemania”. Don Pancho, como le decían sus amigos, gustaba de coleccionar antigüedades, muebles de época, obras de arte y objetos curiosos, pasión que compartía con don Eugenio. Dedicaban los fines de semana a recorrer el mercado de La Lagunilla y a visitar bazares, haciendas, casas de pueblo y todo lugar que contuviera bienes muebles con historia, elaborados con destreza y materiales de primera calidad. Don Eugenio, jubilado de su trabajo como experto en finanzas, pudo lograr uno de los sueños de su juventud al estudiar una maestría en Museología. Al realizar ese postgrado, tuvo un compañero de aula llamado Héctor Rivero-Borrell, quien se convirtió en su discípulo, fue su gran aliado en la creación del Museo Franz Mayer y al concluir el ciclo vital de don Eugenio, se quedó al frente del centro artístico durante 25 años.
Visité a Héctor con frecuencia durante los dieciocho años en que estuve vinculada al Museo de Arte de Querétaro. En una deliciosa conversación, me compartió esta lección de vida: don Eugenio, cuya labor implicaba resolver problemas serios en las empresas, se reunía con su asistente los lunes a las nueve de la mañana para definir la agenda de la semana. Revisaban la importancia de las citas, reuniones y viajes programados. Entonces, el ejecutivo Sistos reservaba tres espacios de una hora que se llenaban con el título: Nacional Financiera. El señor no salía del edificio. Bajaba a un rincón apartado y delimitado con tablas o ladrillos, habilitado como un taller de pintura. Ahí tenía un caballete, lienzos, pinceles y tubos de óleo, además de libros de formato grande con fotografías de paisajes y manuales para pintores. Había tomado clases de artes plásticas y también se había formado por cuenta propia. Encerrado en su guarida, se ponía un overol para proteger su ropa de trabajo, encendía una grabadora de casetes que tocara una de sus piezas preferidas, quizá una sinfonía de los grandes compositores clásicos. Pintaba y avanzaba en la elaboración de una serie de cuadros que al final regalaba a sus amigos más queridos, entre ellos a Víctor Treviño.
Esa hora en Nacional Financiera le proporcionaba todo lo necesario para la introspección: le permitía organizar sus ideas, mientras su mirada se perdía en el verde de un bosque creado por sus pinceles. Al terminar la hora, se quitaba el overol y subía a su oficina. Como decía Rafael Alberti, un grupo de ángeles revoloteaba sobre sus hombros.

