Hubo un momento, a finales de la década de 1970, en que nos sentimos latinoamericanos. La música, la literatura y el arte creados en la región, con un condimento de ideología tendiente a la izquierda, llenaban las conversaciones con la palabra libertad. Es mi adolescencia, es el tiempo en que escuchábamos a cantautores de varios puntos de América: desde Chile y Argentina hasta Guatemala. La nueva trova cubana y otros ritmos del Caribe se unieron a la fiesta.

Guitarras, quenas, flautas, charangos, marimbas, arpas y bombos acompañaban a los grupos que rescataban antiguos sones del olvido y creaban música para la danza, más allá del folklore. Sobresalían Los Calchakis, Los Folkloristas, Inti-Illimani, más los nombres de Alberto Cortés, Facundo Cabral, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Caetano Veloso, más tarde Ricardo Arjona, Rubén Blades, Astor Piazzola, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Carlos Vives y los que tú recuerdes.

Como un continente que habla lenguas romances y tiene una historia común, por haber sido conquistados por los países de la península ibérica y haber sufrido golpes de estado, exterminios, dictaduras y destellos de democracia, los latinoamericanos nos hemos convertido en hermanos y cuando vivimos lejos nos queremos y compartimos los platillos de cada terruño.

Con los chilenos, nos unen lazos que se hicieron más patentes alrededor de 1849, cuando iban o venían de San Francisco, California, atraídos por la fiebre del oro, y decidieron asentarse en Guaymas, Acapulco y Puerto Ángel. Miles partieron de su país después de la muerte —hoy se sabe que fue asesinato— de Salvador Allende, con el apoyo de la embajada de México en Santiago. Sus conocimientos enriquecieron las aulas de nuestras universidades cuando ellos se convirtieron en profesores.

Los argentinos de inmigraciones recientes incluyen a gente de teatro, televisión y cine que fueron recibidos por compañías mexicanas y se integraron a nuestra vida con el mate en la mano y los recuerdos que impregnan sus charlas de nostalgia. Las crisis económicas han influido en ese exilio, y en el siglo XXI hay muchas familias argentinas avecindadas en Playa del Carmen, Ciudad de México, Guadalajara, Toluca y Querétaro. De los uruguayos se puede contar una historia paralela. Ambos países se adjudican el título de cuna del tango, un ritmo que en México se canta, se baila y se venera, así como la milonga.

La relación de México con América Central es todavía más cercana. En nuestras ciudades viven y trabajan personas nacidas en Guatemala, Belice, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Su aportación al desarrollo, las artes y la academia de nuestra nación es valiosa; la terrible situación económica y la violencia que asola a la región han hecho que miles de centroamericanos caminen por las ciudades mexicanas hacia el Norte, donde tienen la esperanza de encontrar trabajo.

Mi amor por Guatemala tiene una razón clara: mi padre, Mauro Antonio Ardón, nació en Zacapa hace 91 años. Ha vivido aquí 75 y su corazón ha aprendido a amar a nuestro estilo. Sus hijos y nietos somos mexicanos.

Nada más lindo que ser latinoamericano.

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